Las veces que imploró a la luna volver a tenerla no fueron en vano.
La volvió a tener frente a él. Sus nervios salieron a flote como la primera vez que la tuvo en sus brazos. Su respiración falló y sus piernas flaqueaban.
¡Cuánto tiempo sin verla, Jesús!
Ella le dio una sonrisa débil, pero ahí estaban sus hoyuelos diminutos al sonreír. El, con el dolor de su alma, le devolvió la sonrisa.
Gracias luna. Pensó.
No se acercó siquiera a donde ella estaba, se miraron de reojo unas cuantas veces más, y cuando llegó el momento de irse, le echó su última mirada, con intención de cerrar un ciclo; e iniciar de nuevo su vida.
Se sintió renovado, no feliz, pero sí sintió un alivio inmenso de saber que ella estaba bien y sonreía.
En todo el camino no dejó de pensar en sus cabellos ausentes de su natural marrón, ahora teñido. En sus ojos brillantes y sus hoyuelos preciosos.
¡Ahora no salía de su cabeza!
Tomó un cigarrillo de la guantera, de esos que tenía sólo para el estrés, lo encendió y tomó una calada, aparcando frente a su domicilio.
La he visto hoy, Dios santo. No paraba de repetirse.
Entró la noche, la fría y temida noche, llovía a cántaros pero aún así, él quería ir a su lugar favorito; el mirador.
Desde donde admiraba a su amante la luna y sus amigas las estrellas, su refugio.
Alguien más estaba en su lugar, a pesar de la ventisca que atacaba la ciudad. Era un cuerpo femenino, pudo apreciar. Un pequeño cuerpo sobre el capó de un auto.
Tiritaba de frío, sus dientes castañeaban y frotaba sus mojados brazos buscando calor, que aparentemente no llegaría.
¡El clima estaba para estar en casa!
Aunque él estuviese ahí, aún así.
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Editado: 21.12.2018