Las paredes del castillo aún olían a humo, sangre y traición.
Aurelia no dormía desde hacía dos noches. Sus ojos rojos no eran por el llanto, sino por la rabia contenida. Nadie osaba mirarla directamente. No después de ver cómo se desmoronaba el alma de una princesa… y nacía la voluntad despiadada de una reina.
En la sala del trono, vacía desde la muerte de su padre, solo ella permanecía de pie. Frente al antiguo asiento dorado, ahora cubierto con un velo negro, símbolo de duelo y silencio. Aurelia no lo había tocado. No aún. No hasta que estuviera lista.
Kael llegó. Su rostro mostraba preocupación, pero su voz era firme.
—Los embajadores de las casas menores están esperando. Algunos quieren rendirse, otros… dudan.
—Que sigan dudando. El miedo es útil.
Kael respiró hondo.
—También llegó un mensaje de los Cuervos del Norte. Quieren negociar. Dicen que si entregas a Athelion, cesarán el cerco.
Aurelia giró lentamente, con la mirada afilada como una daga.
—¿Creen que puedo ser comprada?
—Creen que todavía tienes alma. —Kael se encogió de hombros—. Que puedes tener compasión.
Ella avanzó hacia el trono. Pero en lugar de sentarse, apoyó su mano sobre el respaldo.
—No he llegado hasta aquí para tener compasión. Si me obligan a elegir entre la corona y la piedad… que se preparen para ver a una reina sin corazón.
Ese mismo día, Aurelia convocó una reunión extraordinaria. Las puertas del Salón de los Ecos se abrieron con estruendo. Todos los nobles que quedaban, los caballeros leales, los magos supervivientes y hasta los desertores que regresaban por conveniencia, estaban allí.
Todos… menos Athelion.
—Este reino no será gobernado por el legado de hombres muertos —dijo Aurelia, su voz resonando como un tambor de guerra—. Será gobernado por mi juramento.
Silencio.
—Un juramento de venganza, sí. Pero también de reconstrucción. A los que permanezcan a mi lado, no les ofrezco riquezas. Les ofrezco guerra, sacrificio… y una victoria manchada de sangre.
Se quitó el guante izquierdo, revelando la quemadura aún viva de la batalla.
—Esta cicatriz no es símbolo de derrota. Es símbolo de verdad. De que sobreviví. De que soy real. Y de que, desde ahora, ya no lucharé por la corona de otros… sino por mi derecho a respirar como yo elija.
Los nobles no aplaudieron. No era un discurso para vitorear. Era una advertencia.
Kael, sin embargo, sonrió. Él la había visto rota, y ahora… la veía invencible.
Esa noche, en los calabozos, Athelion gritó de nuevo.
Aurelia bajó con paso lento, escoltada por dos guardias silenciosos.
—¿Vienes a matarme? —bufó Athelion, encadenado, su rostro cubierto de sangre seca.
—No. Todavía no.
—¿Entonces a qué?
Aurelia se inclinó, tan cerca que podía oler el miedo en su aliento.
—A recordarte que estás vivo… y que cada día que pase aquí, vas a odiarlo más que si estuvieras muerto.
—¿Crees que con eso obtendrás justicia?
—No. Con eso obtendré paz. Mi paz.
Se giró para marcharse.
—Y no lo olvides, Athelion —añadió antes de cruzar la puerta—: tú juraste lealtad. Yo solo estoy cumpliendo la promesa.
En la Torre de los Sellos, Kael hablaba con un mensajero del Este.
—¿Estás seguro?
—Sí, señor. La princesa del Reino Solar desea conocer a la Reina Aurelia. Dice que tiene… información sobre su madre.
Kael frunció el ceño. Aurelia jamás había hablado de su madre. Para todos, había muerto al nacer.
Pero si era verdad…
En la última escena del capítulo, Aurelia está sola frente al espejo de su habitación.
Ya no lleva la armadura. Ni siquiera el vestido de batalla. Solo una túnica blanca manchada de tinta y sangre.
—No sé quién soy sin la ira —susurra a su reflejo—. Pero al menos sé lo que debo hacer con ella.
Y su mirada no muestra duda.
Muestra propósito.
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fantasia, título: él me juró lealtad, yo le dediqué venganza géneros: romance
Editado: 18.05.2025