Él Me Juró Lealtad, Yo Le Dediqué Venganza

Capítulo 33: El Silencio de la Venganza Ruge en el Salón

Las luces del gran salón de los Montiel brillaban con una intensidad artificial, reflejando la ostentación de los que jamás habían probado el hambre. Los invitados, vestidos con las galas más exquisitas, se movían entre copas de vino añejo y carcajadas falsas, tan vacías como las promesas de quienes gobernaban aquel mundo corrupto. Era la velada anual en honor a la Fundación Real de Caridad. Hipocresía envuelta en encajes y diamantes.

Entre todos ellos, apareció ella.

Camila no necesitó anunciarse. Su sola presencia cortó la conversación como una cuchilla de plata. Su vestido negro, ceñido a la cintura, estaba hecho de una tela que parecía beber la luz y devolvérsela en forma de amenaza. Llevaba el cabello recogido en un moño impecable, dejando ver cada línea de su rostro, ahora endurecido por el fuego de la traición y el acero de la determinación.

—¿No es esa la bastarda de los Varela? —susurró alguien. —La que fue abandonada en el altar... —murmuró otra voz.

Camila escuchaba, cada palabra sumándose como un ladrillo más en el muro de su determinación. No era la primera vez que la nombraban así, pero sí sería la última que lo harían sin consecuencias.

Isabela de Montiel se acercó con su séquito de aduladores. Vestía un vestido azul cielo, inocente como una mentira bien contada. Su sonrisa era una daga envuelta en terciopelo.

—Querida Camila, no esperaba verte aquí. ¿No te habías exiliado en tu miseria?

Los murmullos crecieron. Algunos rieron, otros fingieron sorpresa. Todos esperaban una escena. Pero Camila no tembló. Dio un paso al frente, alzó la copa de champán que un camarero le ofrecía, y con la calma de quien ya ha ganado, respondió:

—Vine a agradecerte, Isabela.

La aludida parpadeó.

—Gracias a ti descubrí cuán podrido está este mundo. Me enseñaste que la nobleza no se hereda, se demuestra. Tú, con todos tus títulos y joyas, eres menos digna que el barro que pisan tus sirvientes.

El silencio se volvió absoluto. Isabela enrojeció.

—¡Cómo te atreves, malnacida!

Camila no se inmutó. Dio otro paso, ahora más cerca, sus ojos fijos en los de Isabela.

—¿Quieres hablar de nacimientos? Recordemos que fue tu padre quien se arrodilló ante el mío pidiendo rescate cuando estaba arruinado. ¿Y tú? Tú robaste a mi prometido, sabiendo que él solo buscaba mi apellido y mi dote.

Los asistentes se miraban, incómodos. La verdad tenía filo, y Camila no tenía reparos en usarla.

—Pero ya no tengo prometido. Tengo poder. El contrato que firmaste ayer con la Casa Belmont, lo firmaste conmigo. Yo soy su nueva líder. —Sacó un documento y lo sostuvo en alto—. Este es el acuerdo sellado. Acabas de venderte a mí.

El rostro de Isabela palideció. Su voz se quebró.

—No... no es posible.

—¿No sabías? El apellido que viste en el contrato era falso, un anagrama del mío. Yo fui la sombra que tejió tu caída.

Los nobles empezaron a murmurar. Algunos ya se alejaban de Isabela. El golpe era limpio, certero, y en público.

Camila se giró hacia el resto.

—Hoy devuelvo cada insulto, cada traición, con interés. No volveré a inclinar la cabeza. Soy Camila Varela, y esta ciudad me pertenece.

Con esas palabras, dejó caer la copa al suelo. El cristal se rompió, como se había roto el silencio. Algunos aplaudieron. Otros simplemente se apartaron para dejarla pasar.

Pero todos sabían una cosa:

Había comenzado el reinado de la mujer a la que nadie se atrevía ya a subestimar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.