Él Me Juró Lealtad, Yo Le Dediqué Venganza

Capítulo 79: Las Cadenas Quebradas

La noche había caído sobre Sevilla como una sombra espesa, cargada de presagios. Camila estaba de pie en el balcón del viejo monasterio restaurado donde se alojaba temporalmente. El aire olía a tierra húmeda y a decisiones que no se podían desandar.

La llamada había llegado dos horas antes. Él estaba de regreso.

—¿Estás segura de que quieres hacerlo? —preguntó Mateo, cruzado de brazos a su espalda.

—No es una cuestión de querer —respondió ella, sin apartar la mirada del horizonte—. Es una cuestión de justicia. Y ya esperé demasiado.

Aquel "él" no era un simple enemigo. Era Rafael Montero, el único hombre que alguna vez la había hecho dudar… y luego la había traicionado por el poder, por una promesa vacía y por miedo.

Ahora, él regresaba con una sonrisa cínica y una propuesta que olía a desesperación.

Camila no pensaba perdonar.

El salón del hotel estaba lleno de flashes y rumores. La prensa no sabía aún el motivo de la conferencia convocada con tan poca antelación, pero el solo hecho de ver a Camila Varela encabezándola ya era noticia.

Rafael entró por la puerta lateral, arrogante como siempre, pero con un brillo en la mirada que revelaba lo que ya había perdido.

—Camila —dijo al tomar el micrófono—. Estoy aquí porque reconozco tus logros. Y porque sé que juntos podríamos construir algo más grande que nuestras heridas.

Un murmullo se extendió por la sala. Las cámaras se giraron hacia ella, esperando su respuesta. Camila caminó al podio con pasos medidos, como una reina dispuesta a ejecutar una sentencia.

—Rafael —comenzó, su voz firme, cada palabra cayendo como un martillo—, me sorprende que aún pienses que puedes comprar respeto con palabras bonitas.

—No vine a comprar nada… vine a ofrecer—

—¡Calla! —lo interrumpió ella, y el eco del silencio llenó el salón—. Tú no ofreces nada. Tú destruyes. Y cuando se acaba tu poder, te arrastras. Pero yo… yo aprendí a levantarme de las cenizas.

La sala estalló en aplausos. Rafael bajó la vista. La vergüenza ardía en sus mejillas.

—¿Quieres un lugar en mi imperio? —continuó Camila—. Te lo concedo. Como recordatorio de lo que perdiste. Serás un nombre en mi nómina. Sin voz. Sin voto.

Y alzando la voz para que nadie lo olvidara:

—Porque el perdón puede ser divino… pero la memoria es humana. Y yo no olvido.

Esa noche, mientras el mundo hablaba del discurso más impactante del año, Camila se miró al espejo y por primera vez en mucho tiempo… se sonrió. Ya no era la niña que mendigaba respeto. Era la mujer que lo dictaba.

Y al fondo, en la pantalla de su móvil, un nuevo mensaje parpadeaba.

León Varela está en Lisboa. Te está buscando.

El pasado aún tenía piezas por mover.




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