Él Me Juró Lealtad, Yo Le Dediqué Venganza

Capítulo 80: Dulzura envenenada

La gala de filantropía organizada en el Palacio de Cristal era una de las más exclusivas del año. Camila Varela no asistía por caridad; asistía porque el poder no solo se construye en oficinas, sino también en los pasillos bañados en champán y falsas sonrisas.

Esa noche llevaba un vestido negro de seda ajustado al cuerpo, con espalda descubierta y detalles de perlas. Su presencia cortaba el aire. Todos se giraban a verla. Algunos por admiración, otros por miedo. Pero todos, sin excepción, por respeto.

—Llegaste tarde —murmuró una voz familiar detrás de ella.

Era Mateo, con un esmoquin perfectamente entallado, sosteniendo dos copas de vino.

—Me gusta hacer entradas —dijo ella, tomando la copa sin mirarlo—. Que recuerden quién marca el ritmo.

Él sonrió con esa mezcla de devoción y desafío que solo él podía ofrecerle.

—No olvides que también eres el ritmo, Camila.

Ambos caminaron entre figuras influyentes, recibiendo saludos, propuestas y algún que otro intento sutil de sabotaje. Pero nada los sacudió. Hasta que apareció Aitana Robles, la supuesta “joven promesa” de la filantropía… y la ex amante de uno de los jueces del caso Montiel.

—Camila, querida —dijo Aitana con una sonrisa más afilada que su collar de diamantes—. Qué sorpresa verte aquí. Pensé que tú solo sabías moverte en los tribunales, no entre obras de arte.

Camila giró con elegancia, sin perder su porte ni su calma.

—Aitana… veo que sigues mezclando maquillaje con moralidad. ¿Qué causas apoyas esta noche? ¿La de las mujeres despechadas o la de las amantes desheredadas?

Un murmullo cruzó el salón. Aitana palideció.

—Yo solo apoyo a quienes tienen clase.

Camila se acercó, tan cerca que Aitana pudo sentir su perfume caro.

—Entonces deberías donar a ti misma. Vas a necesitar mucha ayuda para conseguir un gramo de eso.

Mateo ahogó una carcajada detrás de su copa.

Pero Aitana no se rendía tan fácil. Tomó el brazo de un inversor francés y sonrió dulcemente.

—Señor Dubois, permítame presentarle a Camila. Ella aún está aprendiendo a no dejarse llevar por la rabia. Pero le aseguro que sabe algunas cosas… al menos en los negocios.

Camila, sin perder la sonrisa, dio un paso al frente.

—Señor Dubois, ¿sabe qué es lo más interesante de la rabia? Que cuando se canaliza, puede derrumbar imperios. Yo lo hice. Dos veces.

Dubois asintió, visiblemente impresionado.

—Me gusta la gente que no teme el fuego.

—Entonces acaba de conocer a la incendiaria más temida de Europa —dijo Mateo, alzando su copa hacia Camila.

El salón estalló en comentarios. Aitana, claramente derrotada, se retiró fingiendo una llamada urgente.

Ya en el balcón, bajo las luces suaves de Madrid, Camila y Mateo quedaron solos. El aire frío contrastaba con la calidez entre ellos.

—¿Sabes? —dijo Mateo—. Nunca dejo de sorprenderme de cómo manejas a todos como piezas de ajedrez. Pero yo no quiero ser una pieza, Camila. Quiero estar contigo… fuera del tablero.

Ella lo miró, con esa mezcla de vulnerabilidad oculta y fuerza contenida.

—Y si yo ya no puedo salir del tablero, ¿te arriesgarías a quedarte dentro, conmigo?

Mateo no respondió con palabras. Solo la besó. Lento. Real. Como si el mundo pudiera esperar.

Camila no lo detuvo. Porque por primera vez en mucho tiempo, se permitió sentir sin calcular.

Pero al regresar al salón, un sobre esperaba en su mesa. Dentro, una sola hoja: una fotografía de Aitana y el juez del tribunal, en actitud comprometedora… con fecha reciente.

Y una frase escrita a mano: “Los aliados caen primero. Los mentirosos, después.”

Camila cerró el sobre con una sonrisa cruel.

—Aitana cometió el error de subestimarme. Ahora le mostraré lo que significa caer... en público, y sin red.

Se acabaron las dulzuras envenenadas.

Ahora, vendría la verdadera guerra.




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