Él Me Juró Lealtad, Yo Le Dediqué Venganza

Capítulo 83: La venganza no pide permiso

Los titulares aún ardían con el escándalo de Valeria. Pero Camila no tenía tiempo para el eco de su victoria. Madrid le debía algo más grande: una limpia. No de nombres, sino de estructuras. Y ella ya tenía el bisturí en mano.

Aquella mañana, los medios esperaban una rueda de prensa rutinaria. Sin embargo, Camila apareció acompañada por una figura inesperada: Don Marcelo Argüello, el patriarca de uno de los conglomerados más antiguos de España, hasta entonces aliado silencioso de los Montiel.

—Hoy damos por terminado el legado de corrupción que durante años se escondió tras los apellidos ilustres —dijo Camila ante la prensa—. Con el respaldo del señor Argüello, iniciaremos una auditoría sin precedentes sobre las concesiones públicas manipuladas por el Grupo Montiel.

Un murmullo cruzó la sala. Don Marcelo, anciano y poderoso, inclinó la cabeza.

—Ella no solo ha demostrado visión. Ha demostrado coraje. Y yo, a mis ochenta y dos años, no quiero morir sin ver este país en manos limpias.

Las cámaras estallaron. No era solo un respaldo. Era una humillación pública para quienes aún defendían al viejo régimen.

Pero mientras afuera se tejían aplausos, dentro del Ministerio de Economía, otro frente comenzaba a arder. Lucía Villalba, secretaria general de Inversiones Internacionales, había filtrado documentos comprometedores con la intención de frenar a Camila.

Lo que no sabía era que Mateo, siempre un paso adelante, había conseguido interceptar los correos antes de que llegaran a la prensa.

—¿Sabías que se puede rastrear un documento incluso cuando lo borras? —le dijo Mateo, colocando una tablet frente a Lucía en su despacho—. Todo queda. Especialmente la traición.

Lucía empalideció.

—¿Qué quieren a cambio?

—Tu renuncia. Y una rueda de prensa diciendo que falsificaste la información. O tus mensajes serán públicos.

Horas después, los medios estallaban otra vez. Lucía, con voz temblorosa, admitía “errores administrativos”. Camila ni siquiera se molestó en aparecer. El mundo entendía quién tenía el poder ahora. Y no hacía falta gritarlo.

Esa noche, sentada en su oficina, Camila volvió a leer la carta de su madre. La misma que había encontrado en el sobre anónimo semanas atrás. La letra temblorosa hablaba de un amor prohibido, de un apellido borrado, de un hombre que no pudo protegerlas.

León Varela.

—Si este nombre volvió ahora —murmuró—, es porque hay algo más profundo que los negocios. Algo que aún tengo que descubrir.

Y en ese instante, una llamada entró en su móvil. Número desconocido. Voz grave.

—¿Eres la hija de León?

Camila no respondió. Pero su corazón sí. Palpitó con la furia de una verdad a punto de estallar.




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