Habían pasado varias semanas desde la última vez que vi a Carlos.
Entre exámenes, trabajos y desvelos, ni siquiera Carla y yo habíamos tenido tiempo para salir. Pero por fin, habíamos terminado todo.
—Tenemos que celebrar —dijo Carla desde el sillón, estirándose perezosamente.
—Totalmente de acuerdo —respondí mientras preparaba el desayuno en la cocina.
En ese momento sonó mi celular. Era mamá.
—Hija, quería saber si tú y Carla quieren ir a la playa hoy —dijo animada.
—Déjame preguntarle —contesté, cubriendo el teléfono con la mano
—. Carla, ¿mi mamá nos invita a la playa, quieres ir?
Ella tardó en responder. Su sonrisa era algo forzada.
—Sí… claro que sí. —
Iremos, mamá —dije antes de colgar.
Me senté frente a Carla. Seguía algo distraída.
—¿Estás bien? —pregunté curiosa.
—Sí, solo pensé en lo que voy a empacar —mintió con una sonrisa nerviosa.
Decidí no insistir. Terminamos de desayunar, empacamos lo esencial
—bikinis, bloqueador, toallas— y pedimos un taxi rumbo a la casa de mis padres.
Mamá nos abrió con una enorme sonrisa.
—¡Hija! Justo iba a llamarte —exclamó, abrazándome con fuerza. Detrás de ella estaban papá, mi hermano… y Carlos.
Mi corazón se aceleró de inmediato.
—Hija —me saludó papá, besándome la frente. Sebastián me abrazó después.
—Anto —dijo Carlos, con esa sonrisa tranquila que siempre me desarma.
—Hola —respondí, intentando sonar normal.
Carla saludó educadamente, y mamá la abrazó como si fuera otra hija.
—Gracias por invitarme.
—Eres parte de la familia, cariño —
—Suban al auto, chicos —ordenó papá.
—No, iremos en el mío —propuso Sebastián—. Ustedes vayan tranquilos.
Mamá rodó los ojos; papá bufó, pero aceptaron. Ellos siempre manejaban lento, y todos lo sabíamos. Durante el camino, Carla y yo íbamos atrás.
Sebastián conducía y Carlos, a su lado, descansaba con los ojos cerrados. Su cabello negro caía desordenado sobre la frente; se veía más maduro… más atractivo.
Suspiré sin querer.
—No querían ir con sus papás porque manejan como tortugas, ¿no? —bromeó Carla, rompiendo el silencio.
Estallamos en risa. Tenía razón. Al llegar, bajamos nuestras cosas.
Mis padres aún no habían llegado, así que escogimos una mesa con sombrilla. Los chicos se fueron a cambiar, y nosotras hicimos lo mismo.
—¿Qué bikini te pusiste? —preguntó
Carla desde el vestidor.
—Uno floreado —respondí.
—¡El mío también! —rió.
Salí y comprobé que eran casi idénticos.
—¿Otra vez me copiaste? —bromeé.
—Por favor, tú me copiaste a mí —dijo sacando la lengua.
Reímos las dos.
Volvimos a la mesa, pero los chicos seguían sin aparecer.
—Se están demorando mucho —murmuró Carla.
—Vamos a ver qué hacen —propuse.
Caminamos hasta la zona de vestidores. Sebastián estaba afuera, con el ceño fruncido. Nos hizo un gesto para que guardáramos silencio.
Entonces escuchamos una voz aguda proveniente del interior. —¡Yo te sigo amando, Carlos! —gritó una mujer.
—Sofía —susurré. Mi estómago se encogió.
—Lo nuestro ya terminó, Sofía. Entiende —respondió él con tono cansado.
—¡No! Tú eres mío —insistió ella entre sollozos.
—¡Basta! —su voz fue firme, cortante.
El corazón me golpeaba el pecho.
La puerta se abrió y Carlos salió. Al vernos, se tensó.
—Vámonos —dijo simplemente.
Sofía apareció detrás, con los ojos llenos de furia. Sentí su mirada clavarse en mí, como si yo tuviera la culpa de todo.
Regresamos a la mesa en silencio. Mamá y papá ya estaban allí.
—¿Dónde estaban? —preguntó mamá. —Fuimos a cambiarnos —respondió Sebastián.
—Nosotros iremos ahora. Vayan a divertirse —dijo papá con una sonrisa antes de alejarse con mamá.
Carlos se apartó sin decir una palabra. Sebastián lo siguió.
Carla me dio un codazo. —Vamos al mar. Necesitamos distraernos.
Asentí.
Corrimos hacia el agua. Estábamos jugando con la pelota cuando sentí una mano en mi hombro. Me giré… y mi corazón dio un vuelco.
—¿Ricardo? —susurré, sorprendida.
Era él. Más alto, más maduro, con el cabello rubio y los ojos color avellana.
—Antonella —respondió sonriendo—. ¿Qué haces aquí?
—Vine con mis padres. ¿Y tú?
—También con mi familia —contestó.
—Perfecto, porque nos estábamos aburriendo —intervino Carla con una sonrisa traviesa—. Vamos por unas bebidas.
Fuimos juntos hasta la tienda, conversando entre risas.Ya con las bebidas en mano, nos sentamos en una mesa.
—Propongo un juego —dijo Carla con voz pícara—.
—¿Verdad o reto? —le preguntó a Ricardo.
Ricardo eligió reto, y yo ya presentía lo que venía.
—Te reto a besar a Antonella —declaró Carla, guiñándome un ojo.
—¡Carla! —protesté.
—Acepto —dijo Ricardo sin dudar. Se acercó despacio, mirándome como si pidiera permiso. No supe por qué, pero no me aparté.
Sus labios rozaron los míos, suaves al principio… hasta que me mordió el labio inferior.
Me separé, confundida.
—Lo siento —susurró—. No fue mi intención.
Antes de que pudiera decir algo, su celular sonó. Contestó brevemente y, al colgar, me miró con una mezcla de tristeza y ternura.
—Tengo que irme. Quería darte un recuerdo… por si no volvemos a vernos.
Asentí, sin saber qué responder.
Regresamos con Carla riendo a mi lado. Cuando llegamos, mamá me miró alarmada.
—¿Qué te pasó en el labio?
—Me golpeé con una pelota —improvisé rápido.
Carla apenas podía contener la risa.
Pero lo que realmente me heló fue la mirada de Carlos: fija, intensa, como si ya supiera la verdad.
Fui hacia el baño para escapar de esa tensión, pero su voz me detuvo.
—Antonella. Me giré. Estaba allí, a pocos pasos, con el ceño fruncido.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—¿Quién te hizo eso? —dijo señalando mi labio.
Editado: 24.10.2025