El mejor enemigo

INVITADO ESPECIAL

 

Eleanor llegaba con una semana de demora a Nueva York para asistir a la boda de su hermana menor, Leisa. La joven había puesto a su hermana y madre en un dilema cuando semanas atrás no había estado presente por encontrarse en Londres, supervisando que todo marchara a la perfección en su nueva tienda de ropa. Sabía que había prometido asistir con un mes de anticipación y ayudar a Leisa en los preparativos de su enlace, en lugar de dejarlo todo en manos de la organizadora de bodas, pero conociendo a su madre estaba casi segura que la mujer no había perdido tiempo verificando que todo marchara a las mil maravillas, a fin de cuentas, no todos los días lograba casar a una hija con el heredero de una de las más prestigiadas familias del país.

Tiritó de frío nada más abandonar el aeropuerto John F. Kennedy y contemplar la gruesa capa de nieve que cubría las calles de la ciudad. No era el mejor clima para pisar las calles con sus preciosos y amarillos zapatos stilettos Manolo Blahnik si no deseaba resbalar y pasar tremenda vergüenza si caía de culo, además dudaba que alguien la ayudara a levantar sin arrebatárselos. Mejor andarse con cuidado por ahí.

Se suponía que su madre le prometió enviar a Rufus, su hermano pequeño a recogerla porque ya conocían su horario de llegada y no había rastros de él por ningún lado.

Se sacó el móvil del bolsillo de su abrigo impermeable color azul rey pues debido a que poseía muy poca paciencia para buscar entre el montón de objetos que cargaba en su bolso Valentino de cuero en tonos rosa y dorado, le resultaba más práctico guardárselo en los bolsillos de su impermeable. Anduvo por la acera rodeada de turistas y nacionales que llegaban a la Gran Manzana mientras arrastraba su maleta Gucci de lona y piel en tonalidades beige y dorado. Buscó el contacto de Rufus, verificando no impactarse con nadie o tropezar en la acera y le marcó a su pequeño e inútil hermano.

Llegó hasta una esquina donde los taxis amarillos tan icónicos en Nueva York, empezaban a ser acribillados por ocupantes que demandaban ser transportados a casa con urgencia y Elea sintió pena ajena porque a ella la recogerían en cualquier momento. Eso esperaba que sucediera o de lo contrario, más pena sentiría por sí misma al haber sido plantada por su familia el día de su llegada al hogar.

—Rufus, ya he llegado y estoy afuera, esperándote. —Fue el saludo de la joven nada más escuchar el clic de descuelgue. Miró en todas direcciones con la esperanza de localizar el Kia Sportage color vino último modelo de su hermano—. ¿Dónde estás?

Al otro lado de la línea un sonoro bostezo la hizo alterar los nervios.

—Me he olvidado que llegas hoy —admitió su irresponsable hermano, sin parar de bostezar—. No estoy en casa y tampoco creo llegar a tiempo para recogerte e ir a comer con el abuelo, ¿por qué no tomas un taxi?

—¿Y por qué no eres un hombre responsable y no un jodido mocoso mantenido? —estalló ella, colgando la comunicación y resoplando, llena de frustración.

Rufus no tenía trabajo, no estudiaba, se la pasaba vagando y cuando alguien le encomendaba un encargo, se hacía de los locos y dejaba tirada a la gente. Si ella tuviera su auto en el aparcamiento, desde luego no pediría que nadie se molestara por llevarla, sin embargo, su vehículo se encontraba guardado en el garaje de la casa de sus padres y dudaba que alguien tuviera tiempo de llevárselo si todos estarían en la mansión del abuelo Marvin, en su comida; convite en el cual tendría que estar presente en menos de veinte minutos.

—Joder —masculló volviendo a guardarse el móvil en su abrigo, inspirando hondo y llenando sus pulmones del helado aire.

Estaba segura que sus padres y Leisa ya debían estar en el evento de Marvin, a fin de cuentas, Harriet era una excelente cocinera y la persona que se encargaba de supervisar que todo marchara en orden, y su hermana era quien se encomendaba de convertirse en el centro de atención y mantener una agradable conversación familiar porque a la comida de su abuelo asistía toda la familia y algunos amigos íntimos. Lo que indicaba que, sus primas y tía casamenteras asistirían y se sentarían a bombardearla con preguntas respecto al por qué no tenía novio a sus treinta y tres años o con quién asistiría a la boda de su hermana menor.

Elevó la mirada hacia el grisáceo cielo neoyorkino e hizo una mueca, mordiéndose los labios porque no había tiempo que perder contemplando el firmamento. Debía estar en casa antes de las cuatro. Echó un vistazo a su reloj de pulsera y acentuó más su ceño fruncido: contaba con media hora de tiempo, en ese lapso no podía hacer demasiado por su persona como ducharse o cambiarse, en especial si no encontraba un taxi.

¿Acaso todo el mundo se puso de acuerdo para abarrotar las aceras y robarse los vehículos amarillos?, pensó mirando en todas direcciones. Al parecer, sí, todas las personas lo habían hecho. Pero, Elea creció en aquella atestada y moderna jungla, sabía manejarse mejor que algunos residentes y muchísimo mejor que los confiados turistas. No era tímida ni tampoco estúpida para permitir que alguien le arrebatase en lo que ella ponía la mira. Era una mujer temeraria y podía conseguir el bendito taxi sin lloriquear.

Se abrió paso entre varias gentes, alzando el cuello todo lo que su metro setenta con tacones incluidos, le permitía mirar por encima de varias cabezas. Harriet decía que no esperara encontrar un vehículo aparcado porque todo el mundo se lanzaría sobre él y querrían lo mismo, lo inteligente era buscarlo en el tráfico, hacerle una seña y detenerlo. Por supuesto, siempre y cuando éste fuera vacío debido a que Elea detestaba compartirlo con extraños y aún más, si estos se empeñaban en rellenar los incomodos silencios.




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