El mejor enemigo

EL PRÍNCIPE INTOCABLE

 

Noviembre, ocho meses después…

Harriet irrumpió en el estudio de su padre, cabizbaja ante la soledad que habitaba la mansión. Tenía tres hijos y con ninguno de ellos podía contar para aliviar los vacíos que llenaban aquellas cuatro paredes que se le hacían inmensas estando ella sola, además, su marido no daba señales de vida ya que en cuanto amanecía, salía disparado a su trabajo y apenas le veía por las noches, incluso Harriet pensaba que él la evitaba, así como el resto de los habitantes de su hogar. Por fortuna, siempre tenía la silenciosa presencia de Marvin metido en su santuario personal, a quien podía recurrir para no sentirse tan miserable y sola.

Sin avisar de su presencia y violando un sitio al que no cualquiera tenía permiso de acceder, caminó hasta el sillón de terciopelo tinto que había enfrente del escritorio de Marvin y tomó asiento, dejando su neceser de costura en el suelo y el redondo bastidor con la tela en la que iba bordando un pintoresco paisaje campirano, lo colocó en la silla.

Marvin apenas desvió su atención del gran libro de cuentas que llevaba estudiando desde hacía horas y el cual le arrojaba el mismo resultado: ese mes habían gastado más de lo estipulado en el presupuesto, y al paso que iban terminarían viviendo bajo un puente.

—¿Qué haces? —Quiso saber la mujer, interesada en el eterno silencio del hombre.

—Reviso el libro de cuentas —murmuró, continuando ignorándola.

Harriet asintió poco interesada, pero el ceño fruncido de Marvin le picó más en la curiosidad. Se inclinó hacia el frente con los labios fruncidos.

—¿Qué tiene de interesante? —preguntó con su lastimero tono que empleaba cada vez que quería salirse con la suya.

El hombre alzó la vista por encima de sus gafas de lectura y gruñó de modo reprobatorio, aunque no debía disgustarse con ella, ya que lo único que sabía hacer era quejarse y gastarse su fortuna en vanidades que sus consentidos pedían y él era responsable de que no supieran ahorrar y se creyeran que su dinero les sería eterno.

Se masajeó las sienes, cansado porque llevaba horas ahí postrado detrás del libro.

Intentaba hallar una solución a tanto despilfarro y no se le ocurría nada más provechoso que ponerlos a trabajar, en especial al flojo de Rufus, ese vaquetón llevaba una vida privilegiada porque su madre se lo permitía o de lo contrario, Marvin no tendría que estarse preocupando por mantener a flojos que todavía vivían bajo su mismo techo. Si Harriet fuera otra mujer, más dura y responsable con sus vástagos, otro paisaje les pintaría, pero no, esa hija suya era la viva imagen del consentimiento a buenos para nada, individuos que ningún aporte beneficio tenían para la sociedad. 

Aunque, la única persona que podía salvar de la categoría de mimados y mantenidos, era a Eleanor, ella si había tenido la sensatez de mudarse fuera del país y mediante sus propios medios, y por qué no, con una pequeña cantidad que él mismo le había regalado en su cumpleaños número veintiuno, había abierto su propia tienda de ropa y era una buena diseñadora de moda. Quizás no como las firmas reconocidas a nivel mundial, pero el nombre de Eleanor Albertson poco a poco se iba echando de ver. Tampoco podía quejarse de Leisa, aunque su actitud de niña berrinchuda distaba mucho por desear, era una mujer que también se había abierto su espacio en el medio del diseño de interiores y la contrataban personalidades famosas y con cuantiosas fortunas, pero Rufus, ese muchacho no tenía oficio ni beneficio.

—¿No lo ves, hija mía? ¿No te das cuenta de lo que significa este libro? —cuestionó con sosiego. Lo cerró de golpe, señalando la desgastada tapa de cuero.

—Padre, yo me ocupo de la casa, no de las cuentas —se quejó—. Así que no, no entiendo nada de esas letras ni números que hay garabateados en su interior.

Marvin no estaba en el mejor momento del día para ser paciente con su hija, así que, evitó endulzarle la noticia e ir directo al grano. Harriet era una mujer lista y confiaba en que supiera manejar la noticia. A nadie de la familia le había confesado la verdad de su desastre y ya iba siendo el momento de ponerlos al tanto, empezando por su descendiente.

—Estamos en la ruina.

Durante unos segundos, la mujer no comprendió sus palabras. Tuvo que pestañear un par de veces y reclinarse atrás en el respaldo del sillón, clavando sus grandes y astutos ojos verdes en los del hombre, para salir como bólido de la bruma de la ignorancia.

—¿Desde cuándo? —indagó con calma.

Ella no creía que estuvieran tan mal, había escuchado murmuraciones acerca de que los negocios de Marvin no iban tan bien como se tenía estimado, pero de ahí a enterarse que estaban empobrecidos, ya era una situación preocupante.

—Hace algunos años no hemos estado con el viento a nuestro favor en la compañía y hemos ido decayendo poco a poco, tratando de salir a flote, en vano —empezó a relatarle, masajeándose las sienes y recostándose en su asiento. Dejó escapar un largo suspiro—. Estamos bastante mal, Harriet. Demasiado. —La miró directo a la cara—. Toda la fortuna se evaporó sin poder hacer mucho al respecto. No tenemos nada.

Harriet fue incapaz de disimular su horror, abrió los ojos como platos y clavó sus uñas en los brazos del sillón. Trató de levantarse, pero de inmediato se dejó caer con pesadez y toda la zozobra de la que su alma era presa, experimentando la desagradable sensación del aire faltándole a los pulmones. Se llevó una mano al pecho, sacudiendo la cabeza con desesperación.




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