El mejor enemigo

TUS MALOS RATOS

 

Un mes después…

La semana navideña envolvió de blanco la ciudad londinense, trayendo consigo ventiscas más ligeras que su antecesora y cubriendo el ambiente por la calidez de la celebración familiar. Elea continuaba indecisa con respecto a dónde pasaría esos días, pues había recibido ofertas por parte de Michelle, Sahara e incluso Carter, su cita con quien solo se vio una vez y cada que la llamaba, se inventaba cualquier pretexto para no salir. No estaba interesada en tener citas por el momento ya que se sentía más que confundida.

—¿Y bien? ¿A dónde irás estos días? —preguntó Michelle, irrumpiendo en su habitación sin llamar y sorprendiéndola sentada en el borde de la cama con la mirada fija en el suelo—. ¿Eleanor?

Soltando un pesado suspiro, la aludida alzó la mirada y frunció los labios, encogiéndose de hombros.

—No lo he decidido todavía —admitió, pasándose los dedos entre los platinos cabellos—. Mi familia también desea que asista.

—Obvio, pero, ¿por qué tú no quieres hacerlo? —curioseó—. Elea, conozco a tu gente y no es que sean muy amorosos, pero son días de convivencia, de fraternidad. Y para muchos, los únicos momentos para podernos reunir, además, no deberías dejar pasar la oportunidad que no todas las personas tienen.

Elea le dedicó una pequeña sonrisa sin ni un deje de emoción.

—Supongo que tienes razón. Buscaré en internet algún boleto para ésta misma tarde.

Michelle asintió con la cabeza, sintiéndose menos culpable en ese momento que lograba convencerla de no quedarse sola en el apartamento.

—¡Michelle, tu taxi acaba de llegar! —gritó Sahara desde la tienda.

—¡Ya voy! —respondió en el mismo tono la joven, corriendo hasta Elea y dándole un fuerte abrazo—. Te amo y promete que vas a pasarla bien.

Elea correspondió al gesto con la misma fuerza.

—Trataré —murmuró contra los oscuros cabellos lisos—. Cuídate.

—También tú, corazón —suspiró Michelle. Se apartó y salió a prisa.

Elea había hecho su maleta con la finalidad de decidirse a no quedarse sola en el apartamento, pero no lograba encontrar las ganas de marcharse a su hogar familiar. No quería ser asaltada con preguntas de todo tipo y su ansiedad había hecho mella de presentarse en esos días que para ella resultaban tortuosos. Y lo único que podía desear era quedarse aislada del mundo y una vez que todo hubiera pasado, emerger de su escondite.

Transcurrieron varios minutos desde la partida de Michelle y ya que Sahara estaba abajo, en espera del transporte que la llevaría a Hereford, con su familia y Elea tenía todo el piso para sí sola en completo silencio, aprovechó hacerse ovillo en la cama y quedarse ahí, sin llamar la atención ni ser interrumpida por terceros deseosos por conocer qué le sucedía. Permaneció en posición fetal, mirando directo a la puerta que se había quedado abierta tras la marcha de Michelle y agudizando sus oídos ante los sonidos del exterior, en especial cuando la puerta de abajo se abrió y los emocionados chillidos de Sahara llegaron hasta ella.

¡No!, clamó su mente al procesar la información de quién era la persona que había pasado por Sahara para llevarla a casa.

Ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar, de levantarse y arreglarse, escudándose bajo la apariencia de mujer engreída que tantas veces utilizaba para mentirle a los demás sobre su estado emocional, porque los firmes pasos del hombre que la hacía temblar con anticipación se oyeron subir la escalera y más tarde recorrer los pasillos del piso directo a su dormitorio. Harrison apenas hizo una pausa en el umbral antes de irrumpir en la habitación como tromba e ir directo a la cama donde yacía ella tan pequeña e indefensa.

—¿Eleanor? —susurró. Se inclinó aparándole los cabellos del rostro con una mano mientras que la otra acunaba su pálido rostro—. ¿Qué ocurre?

Elea negó con la cabeza, cerró los ojos y apretó con fuerza.

Pese al disgusto que se adueñó de él durante aquellos días sin que esa mujer respondiera o devolviera sus llamadas, estaba preocupado porque no era la manera en la que esperaba encontrársela.

—Estoy bien —musitó sin abrir los ojos, maldiciendo en silencio al ver la preocupación que empañaban sus ojos azules—. No es nada.

Ignorando su respuesta, Harrison se sentó en la cama, obligándola a hacerle espacio.

—Estas temblando —señaló. Le pasó un brazo por la espalda y la atrajo hacia su cuerpo—. Si no me dices qué tienes en este preciso instante, te llevaré a un hospital.

La joven resopló con desanimo y a regañadientes abrió los ojos, encontrándose con el rostro intranquilo de Harrison. Su corazón golpeaba con fuerza al caer en la cuenta que él estaba ahí y la mantenía tan apretada a sí que por mucho que quisiera huir de la intensidad de sus propias emociones, no podía hacerlo e incapaz de seguir reprimiendo más el llanto que luchaba por salir, enterró su rostro en el amplio pecho del hombre y empezó a sollozar.

—¿Qué ocurre? —insistió, aferrándola con ambos brazos y depositando un beso entre sus cabellos—. Estoy aquí para lo que necesites, pero te imploro que me digas qué tienes.

—Estoy pasando por una crisis de ansiedad —gimoteó contra su sudadera. Inspiró hondo su masculino olor y se apretó más, deseando fundirse con él y mantenerse a salvo.




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