El mejor enemigo

TERMINEMOS CON ESTO

 

Harriet mostraba su mejor y más encantadora sonrisa, sin dejar de fingir en todo el rato que llevaban en la mansión Edevane, lo feliz que se encontraba por pasar ahí los días en vísperas de la navidad, incapaz de dejar de estudiar el entorno que la rodeaba y comparando, como ella, con mucha anticipación decoraba su hogar con tantos detalles, con el brillo suficiente para guiar el camino de Santa Claus hasta sus pequeños retoños: el frondoso árbol blanco decorado con luces níveas, esferas rojas y doradas, lazos en las mismas tonalidades y muchos moños; la baranda de la escalera también recibía la misma atención que el centro del salón de estar y por donde quiera que uno mirase, figuritas de porcelana de la época de paz y amor al mundo.

En cambio, en esa casa, los dueños no parecían entender el significado de la decoración, pues con lo que sus ojos se encontraron, fue con algunas cajas en la esquina de la chimenea de piedra y dedujo que en ellas se hallaban los adornos. Y en cuanto Leisa y el resto de familia se dio cuenta de lo que había llamado su atención, le prohibieron meter las narices donde no debía y optó por no ofrecerse a lucirse como artista navideña.

Lo que una madre tenía que hacer por la felicidad de sus hijos, se recordó antes de llevarse el grueso vaso de cristal a los labios y olfatear el embriagador olor a flores y sándalo del coñac Louis XIII Rémy Martin, un elíxir entre los de su tipo, paladeando el sabor a frutos secos como higos y dátiles mezclados con nuez moscada y jengibre. Y también por no vivir en la calle, Harriet, querida. No lo olvides.

Un incontrolable estremecimiento la recorrió de pies a cabeza ante las imágenes que su imaginación le enviaba a su subconsciente de lo que podría ser si el plan que su padre y ella habían ideado tan bien por el bienestar familiar. Por supuesto, parecía que a la hija que habían elegido o, mejor dicho, había elegido el mismísimo Harrison, parecía que se había borrado de la faz de la tierra porque en todos esos meses había sido imposible la comunicación y si Harriet no fuera tan lista, no hubiese aparecido en su apartamento para hacer una “travesura” que todos agradecerían más adelante.

Esperaba que cuando Eleanor se enterara que no habría nadie con quien pasar navidad en Nueva York, se uniera a los Edevane sin tantos peros.

Cruzaba los dedos porque así sucediera o de lo contrario, truncaría todos sus planes.

¿Por qué no puso sus ojos en Leisa, que era la hija más maleable?, pensó dando un sorbo a la bebida y gimiendo de placer por el sabor que se adueñó de su paladar. Si Harrison Edevane se hubiera interesado en Leisa, otro caso sería, pero no, al hombre le gustaban los retos difíciles y quién mejor que la cabeza dura de Eleanor.

—Para que todo salga como lo has planeado, querida Harriet —murmuró, vaciando de golpe el ámbar líquido.

~*~*~*~

Harrison aparcó la Hummer en una de las plazas disponibles de la plazuela, apagó el motor y dejó escapar un largo suspiro, liberando el volante. Elea debía reconocer que se había sorprendido al ver el monstruoso vehículo aparcado afuera de su edificio en lugar de la camioneta Sierra blanca que él solía conducir.

—Hogar, dulce hogar —cantó emocionada Sahara en el asiento trasero, liberándose del cinturón de seguridad y abriendo la puerta—. Los veré adentro, chicos.

Sin obtener respuesta por parte de la pareja, salió corriendo directo a la majestuosa residencia de ladrillo rojo y columnas de mármol blanco y, altos techos de teja en un tono más oscuro del gris, casi azul. La primera vez que Elea estuvo allí, todo era verdor y color, sin embargo, por esas fechas, las ramas de los árboles lucían desnudas, los arbustos raquíticos y ni una flor se mostraba ante la blanca alfombra que cubría los suelos. La fuente estaba vacía y el estanque por el que atravesaron casi congelado.

—Al menos hay chimeneas suficientes para mantener calentado el hogar —comentó ella, abrazándose el torso. 

 Harrison giró su rostro en la dirección de su acompañante, la cual, la mayor parte del trayecto se mantuvo silenciosa. Estiró una mano y cogió una de las de ella, sintiéndolas heladas en contraste con las suyas.

—Sí —respondió, acariciándole el dorso con el pulgar—, pero no son necesarias para mí porque te tengo a ti —confesó. Elea se volvió hacia él con los ojos abiertos como platos. Harrison liberó su mano y envolvió su rostro, acercándose a ella y fijando su atención en los rojos labios—. Tú me mantienes caliente, Eleanor.

Y antes de que ella pudiera replicar, sus labios reclamaron los suyos suaves y cálidos, acariciándolos con minuciosa calma mientras provocaba en la joven el delicioso calor que se instalaba en su vientre, inundándola por completo. Suspiró contra sus labios, devolviendo cada roce que recibía con la misma pericia, deshaciéndose a ciegas del cinturón de seguridad y arrastrándose hasta su regazo.

—Y tú me mantienes cuerda —murmuró. Tomó su rostro entre las manos y fijó su mirada en la suya, sonriendo—. Y agradezco que me hayas arrastrado hasta aquí, contigo.

El hombre guio sus manos a su espalda, haciendo fricción y llevándolas a la zona lumbar donde las dejó descansando.

—Volvería a hacerlo para tenerte solo para mí. —La apretó a su torso y resopló al caer en la cuenta del tiempo que llevaban todavía metidos en el vehículo—. Pero tenemos que ir a reunirnos con nuestras familias si no queremos que salgan a recibirnos. A mí no me importa que nos vean juntos, mas tú eres la persona renuente a que suceda.




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