Las lámparas en el techo empezaron a vibrar con un zumbido metálico y eléctrico, y las cucharitas en las tazas tintinearon como las campanillas de Navidad. El suelo se estremeció como si tuviese un cólico, con la fuerza suficiente para conseguir que las sillas rechinaran y los vasos se deslizaran unos centímetros por encima de las mesas.
Una mujer mayor dejó caer su café y se llevó las manos al pecho, su respiración entrecortada. Otro hombre se quedó rígido, peor que una tabla, incapaz de correr. Las jarras a medio servir se movieron encima de las mesas, mientras el vaivén del líquido oscuro oscilaba en su interior como si hubiese una tormenta dentro. Una pareja junto a la ventana se miró con los ojos abiertos antes de esconderse debajo de la mesa.
Las tazas de café y la máquina de expresos comenzaron a mecerse; dos cucharas cayeron al suelo, igual que un par de platos que estaban en el escurridor. El temblor duró unos segundos, pero el murmullo de las conversaciones que estuvieron tan animadas se transformó en un silencio pastoso, cargado de afán y ansiedad.
—¡Por favor, mantengan la calma! —dijo el joven detrás del mostrador.
No debió decir nada. El suelo se movió de nuevo y Laura, su compañera desde hacía dos años, fue la primera en lanzar un grito agudo mientras su jefe salía con los pantalones a media rodilla desde el servicio. Los clientes que habían permanecido inmóviles se escondieron debajo de las mesas, y Devin, él tuvo que imitarlos y cubrirse debajo del mostrador.
Las luces parpadearon y, tan rápido como empezó, se detuvo otra vez.
Las voces estallaron al mismo tiempo: preguntas, risas nerviosas, algún gemido y sollozo. El sonido del sismo y las lámparas todavía meciéndose se había metido en sus cabezas y corazones.
—¡El mundo se ha vuelto loco! —jadeó Laura; intentaba esconder el temblor en su brazo, pero le resultó imposible.
Devin salió de debajo del mostrador lentamente, apretando el gorrito marrón con el logotipo de la cafetería contra su cintura. Se apoyó con una mano en el mármol y en medio de una exhalación comentó:
—Es increíble.
—¡Es obra del demonio! —escupió su jefe, abotonándose el pantalón y respirando pesado—. ¡Por eso el mundo está como está! ¡Nadie busca a Dios! ¡Deben arrepentirse de sus pecados!
Laura y Devin se miraron y se sonrieron en secreto. Su jefe era un hombre generoso con la paga, pero solía ser un poquito extremista con sus ideas religiosas. Un poco hipócrita, también; Laura y Devin sabían que él tenía un enredo con una universitaria; aun así, iba a la iglesia todos los domingos con su esposa y tres hijos.
No hubo tiempo para responder el comentario. Los clientes hicieron fila para pagar lo que habían pedido; querían irse antes de que hubiese otra réplica.
—Es increíble, es el tercero hoy. —Laura se paró a un lado de Devin; su cabello marrón estaba escondido detrás del gorrito y las perforaciones en sus labios la hacían ver como una chica ruda.
Ella también quería creerlo, pero Devin sabía que era tan dulce como un terrón de azúcar.
—Tal vez Marvin tiene razón —susurró Devin, pasando la tarjeta por el datáfono y entregándole la factura a una clienta que miraba cada dos por tres hacia afuera.
De esa forma no iba a descubrir si se repetiría otro sismo; no era una lluvia para saberlo con solo mirar a través de la ventana, pero Devin no dijo nada. Algunas personas no quieren escuchar ciertas cosas.
—Si es el demonio, vendrá primero por él —susurró Laura, asegurándose de que su jefe no la escuchara.
Devin se rio entre dientes, negando con su cabeza.
—Creo que tendría otras prioridades.
—Quizá. —Laura agarró un trapo y el limpiavidrios para ir hacia las mesas vacías.
Los sismos eran malos para el negocio. Las personas no querían salir de casa y, hasta los oficinistas evitaban salir. Devin miró su tarro de propinas; no estaba ni por la mitad. Ah, iba a ser una semana dura si esos temblores no se detenían.
Empezaron desde hacía tres días y parecían ir a peor.
Esperaba que el mundo se fuese a acabar; él todavía tenía muchos planes por cumplir. Recogió los vidrios rotos y se deshizo del café que ya se había enfriado. Se quedó observando el líquido negro irse por el desagüe, escuchando el sonido específico que emitía el agua.
Intentó imitarlo, pero no le salió muy bien; a pesar de eso, fue relajante.
Su madre le había dicho que él tenía oído para la música, pero no estaba seguro de ello; no podía cantar y los instrumentos musicales no eran su fuerte, aunque sí sabía seguir el ritmo y le disfrutaba bailar.
—Es hora de irse —canturreó Laura, un poco sudorosa luego de limpiar las mesas.
Los dos miraron el reloj de pared con alivio.
Devin dio un asentimiento breve y se retiró el delantal, no sin antes asegurarse de que su puesto quedaba impecable. Guardó el delantal en su casillero y recuperó su maletín, apenas se despidió de Laura para irse antes de que su jefe le pidiera lavar el retrete.
Las calles estaban frescas a esa hora, también solitarias. Contó los billetes que había recogido de las propinas y su labio inferior se estiró involuntariamente.