Entre sismos, el recuerdo constante de haber mantenido una conversación con un ave y el ruido de goteo en su pequeño apartamento, Devin no había podido dormir demasiado. Su codo se conectó con el mostrador, mirando todo y nada al mismo tiempo.
Los temblores disminuyeron, pero su recuerdo del ave no. ¿Qué había sido eso? Creyó que se trataba de una cámara escondida, pero nadie salió para decirle que era una broma; tampoco le dieron dinero. ¡Hubiese sido perfecto si se lo dieran! Necesitaba pagarse la inscripción al próximo concurso de polo volador y le faltaba la mitad del dinero.
Las propinas y el trabajo en la cafetería daban el dinero suficiente para pagar el arriendo, los servicios y la comida. Y debía decir que pagaba mucho más de lo adecuado para un reducido apartamento con una sola habitación, una cocina pequeña y una sala en la que solo cabía un sofá. No había espacio para el comedor; escasamente tenía una ventana hacia la calle.
—¿Por qué te ves tan mal? —preguntó Laura, fingiendo que trapeaba, pero los dos sabían que estaba por tirar la toalla e irse a su casa.
—¿Cambiaste tu forma de darme cumplidos? —le replicó voz cansada.
—No, Vin, pero te ves bastante descolorido. Eres como el lienzo que no me atrevo a tocar por falta de inspiración y porque me preocupa el síndrome del impostor.
—¿De nuevo con eso? —preguntó más metódico de lo que quiso.
—Eh, no es fácil superarlo.
Devin no sabía mucho del síndrome del impostor. Su madre siempre le había dicho que siguiera su instinto; y lo hacía. Cuando creía que una pirueta no era lo suficientemente buena, entonces la repetía una y otra vez hasta conseguir el resultado perfecto. Los cayos en sus manos eran prueba fehaciente de eso.
—Sí, seguro.
—¿No dormiste bien?
No había necesidad de responder. No durmió lo suficiente; cada vez que dormía recordaba al ave y el hecho de que necesitaba dinero y que su tostadora se descompuso; así mismo, Carnon, su perro, necesitaba que lo llevasen a la peluquería.
Debía comprarle croquetas luego.
—¿Fue tu vecino de nuevo? —Su vecino del frente solía escuchar música a un volumen comunitario.
Era incómodo, pero no podía hacer nada. La última vez que le pidió bajar el volumen, no obtuvo una respuesta muy amable y, considerando el tamaño de ese hombre, era mejor aguantarse hasta que pudiese encontrar un sitio mejor.
Hubiese sido fácil si entrase en la universidad, pero no era bueno con las materias. Le iba bien en deportes y todos sabían que él no iba a terminar con el profesor de deportes; no era tan tolerante. Las otras calificaciones fueron más bien mediocres y, sin duda alguna, le gustaba dibujar, pero no estaba al nivel de un profesional; en su lugar, decidió tomarse un año sabático para decidir qué hacer.
El año se convirtió en dos y ese ya era el tercero.
Sus padres presionaban con llamadas y mensajes, pero no podía unirse a una carrera solo para ser profesional. No era tan importante, ¿verdad? Pero…
Si lo pensaba mucho, le dolería la cabeza.
La campanita de la puerta lo alertó y, para una cafetería en el costado sur de la ciudad, solía haber muchos clientes a esa hora de la tarde, pero con los sismos, las personas salían poco y los que salían iban a comprar a los supermercados una cantidad excesiva de enlatados y papel higiénico porque algunos medios aseguraban que el fin del mundo estaba cerca.
—Bienvenidos —dijo y miró a los tres jóvenes que entraban.
Evitó sonreírse como un tonto.
—Eh, ¿qué tal marcha todo? —preguntó uno de ellos.
Su cabello rojo y crespo caía sobre su frente y a Devin le hacía recordar a las flores de un cactus que tuvo su madre en el antejardín.
—¿Lo de siempre? —Devin evitó responder; se pondría quejumbroso si hablaba de más, era más propio cuestionarlos por sus pedidos.
—Sí, por favor. —Los otros dos siguieron hasta la mesa que solían ocupar.
Llevaban uniformes de color azul oscuro y él no tenía idea de a qué tipo de armada pertenecían. Siempre pedían café negro y café helado. Uno de ellos se contentaba con una botella de agua y pocas veces con un refresco. Devin solía quedarse contemplando al pelinegro mientras fingía secar las cucharas con más devoción de la que sentía; era muy, muy apuesto, aunque hablaba poco, siempre saludaba y se despedía; también era cordial y una vez le guiñó un ojo.
Le atraía ese lado serio, pero cordial y respetuoso.
El pelirrojo era el más hablador del trío y se reía por todo. Hablaba más alto de lo adecuado y golpeaba la mesa con su palma abierta al carcajearse. Diferentes de la mayoría, siempre pagaban en efectivo.
—Oh, ver a estos hombres mejora mi día —dijo Laura, regresando del servicio con las manos enguantadas—. ¿Cómo pueden ser tan guapos?
Devin se rio bajito.
—Animan el día, también el bolsillo; Marvin se pondrá pesado si no vienen más clientes. —Laura hizo una mueca y miró alrededor. No solo la cafetería estaba vacía, había un transeúnte cada hora, como mucho.
—¿De verdad son tan graves los temblores? —preguntó para sí misma—. Quiero decir, la vida sigue. Yo tengo que pagarme la suscripción para mi aplicación de películas y mis figuras de edición limitada, no puedo no ganar dinero.