Nada más llegar a su casa y esconderse como una rata en su hoyo, puso todos los seguros y empujó su sofá contra la puerta. Su corazón resonaba en su lugar, pero no se detuvo. Atrapó a Carnon y lo sentó en el mesón de la cocina para doblarse, mirándolo a la cara. Lo evaluó y agudizó los oídos, esperando que el perro dijese algo.
El animal le lamió la cara dos veces, pero Devin retrocedió y le dijo:
—Venga, dime algo, lo que sea.
Sí, debió de verse como un loco hablando con su perro, pero el can apenas lo miraba y sí, tal vez en el ojo que le quedaba solo hubo compasión para su pobre amo que había acabado de perder la cordura.
Insistió un par de veces más, incluso le acarició detrás de las orejas, esperando estimularlo para hablar, sin embargo, Carnon no dijo nada, solo se deleitó con el tiempo que Devin le dedicaba.
El aire le entró más fácil a los pulmones después de aquello; conectó su frente con la de su peludo amigo y jadeó aliviado. Tal vez, todo se debía a alucinaciones colectivas, falta de comida, exceso de trabajo y, algo en el oxígeno. Siempre sería más fácil echarles la culpa a las grandes corporaciones y la contaminación que asumir no se tenía buenos hábitos de autocuidado. Con eso estaba bien, pero su cuerpo, por el contrario, no estuvo tan bien.
Su cabeza le empezó a doler treinta y dos minutos después de entrar en su casa. El sudor le cubrió la piel, bebió agua, pero la sed no se borró y su vista se tornó borrosa, hasta el punto que confundió la puerta del refrigerador con la de su habitación.
A tumbos imprecisos fue hacia la cama. Carnon lo siguió de cerca y se trepó encima del colchón, pero Devin apenas pudo mantenerse de pie antes de derrumbarse encima del colchón. Se halló exhausto, pero conciliar el sueño no fue posible.
Los oídos le picaron toda la noche, se despertaba cada veinte minutos, su cuerpo empapado en sudor y los escalofríos lo atormentaron. Se quejó en sueños, soñando que personas lo perseguían y que delante de él el suelo se abría y, desde la penumbra de la grieta, un par de ojos amarillosos pupilas verticales agudas lo observaban más allá de lo que cualquier ojo común podría.
Despertó a las tres de la mañana con la camiseta de dormir pegada a la espalda y su cabello adherido a la frente. Su boca pastosa y las exhalaciones de la nariz parecieron quemarle la nariz. Se paró con dificultad, antes de poder sostenerse cayó de rodillas encima de su vieja alfombra.
Intentó pararse varias veces en vano hasta que finalmente fue gateando cual niño hasta el cuarto de baño. Con dificultad se paró y se echó agua en el rostro; su reflejo se veía todavía borroso.
¿Se había enfermado? Sí, eso debía ser.
No podía decidir si tenía temperatura, pero sus labios estaban resecos y su pecho le dolía, también parecía que sus oídos iban a estallarse. Debía de ir por urgencias, sí, eso era, solo tenía que llegar hasta allí.
Se dio la vuelta y antes de darse cuenta se desplomó en la puerta el umbral. Su cuerpo dejó de dolerle, solo flotaba, flotaba en un infinido espacio repleto de ondas verde jade que nacían de su cuerpo. Un sonido gobernó sobre los otros; la voz de su madre cuando era niño.
Ella cantaba tan bien; él y sus hermanos se sentaban alrededor de ella para escucharla cantar. Podía cantarles por horas y reírse en el proceso. Le cantó varias canciones para dormir hasta que fue lo suficientemente grande y su hermana menor nació.
Quizás su lado artístico lo sacó de su madre. Ella siempre fue enérgica, divertida y amaba bailar; también cocinaba bien, más que bien, el mejor bistec y los mejores camarones los preparaba su madre.
Devin la recordó hasta que la humedad en su cara le alejó de los sueños. Separó los párpados con dificultad, el suelo frío del baño no era bueno para dormir y, la lengua de Carnon en su cara tampoco. Lo apartó en medio de un quejido, sentándose lento y espirando largo.
Sus ojos volvían a enfocar con normalidad, sus labios todavía estaban resecos, pero su boca no se sentía pegajosa. Carnon chilló con afán, recordándole a su amo que debía alimentarlo.
—Sí, sí, amiguito. —Devin acarició a su peludo compañero.
Carnon llevaba tres años en su vida, pero debía de tener unos ocho o nueve. No estaba seguro y en la veterinaria dijeron que era complicado calcular la edad sin un examen riguroso, que, por ende, también era costoso. No le importaba la edad, a decir verdad, lo llevó consigo porque la feria de adopciones estaba por terminar y solo él faltaba.
Demasiado mayor para ser querido, demasiado defectuoso para ser aceptado y, demasiado diferente como para ser llevado a casa. No podía dejarlo, no después de que lo miró con ese ojito brillante y le meneó la cola.
Carnon se convirtió en parte de su familia, y su familia humana tuvo mucho para decirle. Sus padres le dieron un tremendo sermón sobre lo que significaba ser responsable de otro y, lo muy poco que él sabía sobre ese tipo de responsabilidades.
Aun así, Carnon se convirtió en parte de su familia.
Devin se puso de rodillas, pero antes de pararse, observó el suelo donde estuvo acostado. Un líquido espeso, entre amarillo y rojizo había manchado las baldosas, pero solo en la zona donde estuvo su cabeza. Se llevó ambas manos al rostro, temiendo haberse desfigurado, pero solo encontró humedad en su cuello y oídos.