El amanecer llegó con el canto de los gallos.
Me levanté de la cama a las ocho de la mañana, posteriormente, caminé hacia la cocina para tomar un desayuno ligero, huevos estrellados con jamón seco, una comida que había estado probando desde mi retiro de la guerra. El castillo lucía tranquilo, nadie podría suponer que en unas horas, un duelo a muerte se llevaría a cabo.
Para bajar la comida decidí dar una última vuelta al jardín del castillo, en esta ocasión nadie me saludó, los trabajadores continuaron sus labores sin voltearme a ver, seguramente pensaron que necesitaba tiempo a solas. Y no se equivocaban, hasta ahora, había evitado pensar en el desafío lo más que pude, pero ahora, a tan poco tiempo del combate, no pude evitar sentirme algo nervioso.
No por el miedo a morir.
Sino todo lo contrario, a pesar de mi edad y apariencia, seguía siendo un caballero y como tal, no podía evitar emocionarme a la hora de un combate honorable.
Mi estómago empezó a sentir la adrenalina del encuentro y mi cabeza ya pensaba en miles de estrategias para combatir. No conocía a mi oponente, pero ellos sí me conocían a mí, pues yo mismo me ofrecí como campeón para solucionar esta disputa.
El paseo terminó al filo de las once de la mañana, luego, caminé hacia la armería para alistar mi equipamiento. El combate se llevará a cabo en la arena de juicios perteneciente al Castillo Marea, decidimos hacerlo aquí en el transcurso del mes, pues la familia rival consideró prudente que no me moviera mucho para no llegar cansado al duelo.
Al menos no podía culparlos de tramposos o malvados, esto era una simple medida política entre señores y reyes, en realidad, no había enemistad entre nuestras familias, a pesar de los insultos y discusiones que hubo para llegar a esto. Así era la vida política de los nobles y probablemente, no cambiará en los siglos venideros.
—Ya es hora de empezar. —Una vez dentro de la armería empecé a colocarme un gambesón rojo recién bordado, debido a lo apresurado del encuentro, no hubo tiempo de colocar la heráldica de mi familia. De todos modos, me pondré la armadura encima.
Luego del gambesón pasé a ponerme unas pequeñas calzas amarillas sobre mis piernas, eran de lana cómoda y reconfortante, ideales para mantener el futuro acero cerca de mi piel desnuda. En ese instante, un pequeño escudero entró a la armería con el resto de mi equipo, el pequeño debía tener cerca de catorce años, su mirada nerviosa y piel morena me recordaron bastante a los reinos sureños, lugares donde ese tipo de piel era común.
—He venido para ayudarlo con la armadura, señor.
—Gracias, pequeño, ¿cómo te llamas? —cuestioné.
—Antonio —contestó el morenito, a juzgar por su tímidez, seguro era la primera vez que se dirigía a un miembro de la alta nobleza.
—Oh, Antonio, ¿a qué familia perteneces?
—La familia López, señor, mi padre fue nombrado caballero cuando se distinguió en una escaramuza contra unos asaltantes de caminos. Salvó a la hija de un noble y por ende, el padre de la chica lo nombró caballero.
—Ya veo, Antonio, entonces tu linaje apenas está empezando, te espera un camino duro pero no desesperes, la vida recompensa a los que se esfuerzan. La sangre no lo es todo, sino el hombre que la porta.
—Muchas gracias por sus palabras, señor, las atesoraré siempre. —Al menos este pequeño era educado, amable y por lo poco que pude ver en su semblante, también fue criado con amor.
En fin.
Luego de ponerme el gambesón y las calzas, pasé a las calcetas pequeñas para cubrir mis pies y luego, a la cofia blanda sobre mi cabeza. En el pasado no me gustaba usar esta prenda, ya que los yelmos tenían un interior acolchonado para no tener que sufrir por el calor ni tocar el metal a pleno sol, pero a mi edad, cuanto más acolchonado estuviese, mejor.
Como nota personal, ni Héctor ni Lord Pedro usaban cofias en sus respectivas armaduras.
—La edad no perdona —susurré, mientras terminaba de amarrarme la cofia.
Pude colocarme sin ayuda la parte superior de la cota de malla, la prenda estaba compuesta por pequeños anillos de acero entrelazados entre sí, me la puse como si fuera una camisa y dicha prenda me llegó hasta por debajo de la cintura. Los anillos me protegian el torso, el cuello y el inicio de mis piernas. De inmediato, pasé al siguiente conjunto de la armadura, las calcetas de malla.
Lo siguiente fue la parte más molesta: El peto de acero, esta parte de la armadura era bastante difícil de colocar con una sola persona, por ende, la mayoría de los escuderos sabían como poner y quitar las armaduras a sus respectivos mentores, de ese modo, aprendían ellos a colocarse las armaduras por su propia cuenta.
En el pasado, podía colocarme toda la armadura sin mayor ayuda, pero aquellos tiempos terminaron hace ya dos décadas.
Antonio amarró los cordeles metálicos del arnés, luego me pasó las hombreras de placas para que yo mismo pudiese acomodarlas a mi gusto. El proceso fue algo lento, pero tampoco tenía mucha prisa por terminar, total, estábamos en mi castillo y yo mismo decidía la hora en que podía presentarme. Claro, tampoco deseaba faltarle el respeto a mi oponente, por lo tanto, evité distracciones innecesarias. Para finalizar, me puse unas grebas de acero por encima de las calzas de tela y malla, de paso, me serviría también como bota improvisada.
Mi vieja armadura de placas era de color plateado, sin ninguna heráldica ni marca que la distinguiese de las otras. No me gustaban las armaduras bordadas ni repletas de grabados hermosos, pues no me gustaba dañar tan bonitas piezas de arte en combates sangrientos que normalmente, acababan con la armadura hecha mierda.
Editado: 16.03.2020