Scott transitaba por la calle completamente desolada hacia su domicilio. Su bastón hacía contacto de manera constante contra el suelo guiándolo durante el camino.
Se hallaba absorto en sus pensamientos y preso del recuerdo de aquella mujer. Jean Grey era mucho más que una vidente. Era un auténtico enigma. Si ella era capaz de visualizar el futuro, que además resultaba ser fidedigno y real, él no tenía forma de dudar de sus palabras. No obstante, también era una mujer bastante silenciosa, precavida, y puede que hasta algo mentirosa.
Scott odiaba cuando le ocultaban cosas. Y aún podía sentir la intensidad de esa especie de visión. Sí, Scott no sólo pudo sentirla, sino también vivirla. Formó parte de ella por los escasos segundos en que ambos mantuvieron sus manos unidas. No podía negar que el exceso de información lo había vuelto loco. Pero el momento que pudo ''observar'' fue demasiado gratificante para él.
De una manera inexplicable, había una mujer. Una mujer a quien no podía reconocer ni había visto nunca antes. Su rostro permanecía oculto, como si una nube oscura eclipsara sus rasgos, pero esta sostenía a un bebé y lo llamaba con cariño por su nombre. Con la misma voz que...
Scott encogió los hombros, abatido. Ella no quería eso y se lo había asegurado. Incluso pretendía ir en contra del destino si es que era posible. Su respuesta le parecía lógica. ¿Quién querría aferrarse a un ciego como él de por vida? ¿Quién podría querer una vida a su lado?
Lo cierto era que se sentía muy solo. Su divorcio ya había ocurrido hacía algunos años. Cuando por aquel entonces le comunicó su decisión a Emma, esta no pareció meditar por largo tiempo su respuesta. Ella había accedido voluntariamente a su separación. Sin embargo, Scott era el culpable. Él lo había arruinado. ¿Podría hacerlo de nuevo?
Se obligó a dejar de pensar en Jean por el resto del camino. Cuando llegó a su casa, lo primero que hizo fue sacarse ese uniforme que lo asfixiaba. Dejó la chaqueta sobre la cama y palpó la condecoración. Sus dedos acariciaron el metal de la fría medalla y nuevos pensamientos regresaron a él. Todos absolutamente relacionados con esa mujer.
A la mañana siguiente en la comisaría, la jornada le resultó un completo caos. Scott estaba padeciendo una agónica tortura. Sus compañeros no hacían más que felicitarlo y eso estaba muy lejos de agradarle.
Al principio de esto, se dijo mentalmente que podría tolerarlo, pero su frustración iba en aumento. Se sentía molesto de sí mismo, tan confundido, que se apartó de los demás hacia su oficina para realizar algo de papeleo. Una vez solo en su despacho, apenas lograba concentrarse. ¿Por qué no lograba sacarla de su mente?
Durante los días siguientes, sus colegas interpretaron su comportamiento como el del típico Scott de siempre. Sin embargo, él pasaba mucho más tiempo en su despacho y sus almuerzos eran demasiado breves y en silencio. Siempre había sido muy reservado y casi cerrado a hablar de su vida privada, por lo que nadie se asombraba en el destacamento.
Su trabajo se intensificó aún más cuando un nuevo caso llegó a su oficina. Hank le informó sobre un anciano desaparecido que nuevamente encendía todas las alarmas en la comisaría. Y así, Scott comenzó con una nueva y tediosa investigación.
Los días empezaron a transcurrir con mucho movimiento y sin ningún resultado. El sector de rescates no localizaba de ninguna manera el paradero del desaparecido. El estrés amenazaba con descontrolar a Scott. Hank se dio cuenta de esto y una mañana le dijo:
—¿Por qué no recurres a esa vidente? Quizá pueda volver a ayudarte.
Scott se había mantenido en silencio como solía hacerlo frecuentemente. Esto desesperaba a Hank, quien había salido por la puerta dando un portazo.
Solo y en silencio, Scott meditó acerca de la propuesta. Tenía, desde hacía ya un buen tiempo, muchas ganas de visitar a Jean, pero su orgullo era más fuerte. Albergaba la esperanza de que tal vez el tiempo le hiciera olvidar su último y extraño encuentro, aquel fugaz recuerdo donde ambos eran padres o quizás a ella completamente.
Tiempo después, el oficial Charlie se apareció por su oficina.
—Scott, ¿estás demasiado ocupado?
—No, ¿qué necesitas?
—Acompáñame por la ciudad. Tengo que pegar algunos folletos.
El detective accedió contestando con uno de sus clásicos gruñidos. Cada uno de los folletos, los cuales habían sido idea de la familia del desaparecido, llevaban impreso una fotografía con los datos de contacto. Cuando Scott se enteró de aquella exigencia, había renegado y maldecido a partes iguales. Le molestaba la idea de que subestimaran la investigación llevada a cabo por él y sus colegas.
Mucho más tarde, Scott cerró la puerta del vehículo policial. Charlie había estacionado en la plaza central, su objetivo final. Habían recorrido juntos varios puntos de la ciudad. Los folletos ahora eran visibles en los escaparates de tiendas, bares, restaurantes, estaciones de servicio y hasta inclusive, en el correo y la biblioteca.
Charlie se dirigía hacia el encargado del parque con la firme ilusión de pegar los pocos folletos que restaban en algún sitio permitido. Cuando tanto él como Scott obtuvieron la aprobación, un grito agudo les llamó la atención. El oficial se detuvo a mirar por la arboleda y los pasillos sin fin que los rodeaban.
—Es por ahí... —indicó Scott con su agudo sentido.
Un largo pasillo adoquinado se extendía al frente por el cual una mujer huía corriendo directo hacia ellos. Charlie se le acercó. Scott pudo escuchar cómo la mujer relataba que había sido víctima de un robo. El oficial, sin pensarlo más veces, le comunicó que iría en búsqueda del ladrón.
Scott se quedó completamente solo y con los folletos bajo el brazo. Desahuciado, buscó un banco de la plaza para sentarse. Una brisa fresca agitaba sus cabellos a la vez que reconocía que extrañaba demasiado la adrenalina que le producía impartir justicia como la ley demandaba por sus propios medios.
Editado: 28.04.2024