Las manos de Jean, tan suaves y pequeñas, rehuyeron al instante de su contacto. Ella se esfumó tan de improvisto de él como el soplo de un diente de león, cuyas semillas se alzan en vuelo danzando mágicamente en el aire.
Se culpó demasiado por haberse comportado como un idiota. Estaba seguro que debió haberla asustado cuando lo único que necesitaba eran respuestas. No se le daba bien socializar últimamente con nadie, ni siquiera con sus colegas del departamento de investigación. Para su mala suerte, la tormenta amenazante se desató entonces con fiereza.
Scott decidió caminar de regreso a la comisaría. En el transcurso del viaje, sintió los estragos del agua empapando su cuerpo. Sin embargo, nada le afectaba tanto como recordar su propio comportamiento. Todavía estaba molesto por su proceder frente a Jean. Era demasiado bruto y hosco con los demás, ¿por qué debió serlo también con ella?
Abrió las puertas de la comisaría buscando guarecerse allí dentro. Sus zapatos estaban llenos de agua y la ropa le incomodaba pegada al cuerpo. Luego percibió un silencio inquietante a lo largo de los pasillos. No había oficiales ni agentes en la mesa de entrada, giró a su alrededor hasta que oyó una risa. La risa del comisario Hank.
Se dirigió hasta el lugar desde donde provenía la animada conversación. Cuando entró a la oficina del comisario, escuchó el típico sonido del choque de cristales. Se detuvo en la puerta semiabierta.
—¡Scott! —dijo Charlie, quien se levantó del asiento con copa en mano.
—Scott, ahí estás, acércate hijo. Celebra con nosotros.
—¿Qué se supone que debo celebrar? —preguntó pausado, pero ocultando su enojo.
—Pues que por fin capturamos al ladrón de bolsos. Charlie lo redujo. Ese tipo se parecía más a un grano en el trasero que nada en el mundo, un verdadero incordio —explicó Hank sirviéndose otro trago de champán.
—Scott... lamento haberme ausentado —comenzó diciendo el oficial—. No pensé que seguirías en el parque, imaginé que habrías regresado a casa.
La disculpa de Charlie sonaba sincera. Scott suavizó su postura y se recargó en el marco de la puerta.
—Descuida. Me encargué de todo.
—¿Cómo? —cuestionó desconcertado. Scott simplemente se encogió de hombros—. ¿Es en serio? ¿Pero... cómo? Creí que tú...
—¿No podría ver? —finalizó por él—. Puedo hacer muchas cosas sin necesidad de ver. Apuesto a que aún puedo patear tu trasero. Sin ver.
—Touché, Charlie —dijo Hank—. Yo también apostaría por ello. Como en los viejos tiempos —luego emitió una risa.
—Nos vemos, camaradas. Estar empapado, apesta.
—¡El olor a perro mojado que desprendes sí que apesta! —le gritó Hank desde adentro de la oficina.
Scott se obligó a sonreír y negó con la cabeza a la vez que se encaminaba hacia los vestuarios. Una vez frente al casillero, tanteó entre su ropa y se despojó de la que llevaba puesta. Cuando revisó los bolsillos de su abrigo, encontró una textura que desencajaba con su clásico pañuelo. Eran billetes completamente secos y ya suponía cómo fueron a parar allí.
A la mañana siguiente, un sol suave y cálido le acompañó en su recorrido hasta la comisaría. El transcurso del día se lo pasó mayormente en su despacho donde completó la ficha del delincuente que Patterson había arrestado. No obstante, una ansiedad acompañada de una leve jaqueca lo pusieron irritable y de muy mal humor para lo que quedaba del día.
Sus carpetas y expedientes se engrosaban con nuevos datos acerca del desaparecido. Los folletos no habían hecho más que conducir hacia incontables testimonios que aseguraban haberlo visto e infinidad de pistas falsas. Scott agachó la cabeza hacia el frente agobiado, apesadumbrado, indeciso. ¿Debería acudir a una consulta con Jean? ¿Por qué no era sincero consigo mismo y admitía que quería oírla nuevamente?
*****
Jean estaba esperando sentada por largo tiempo a la señora Charleston, una de sus clientes más recurrentes. Estaba atenta a cualquier sonido que pudiera provenir de la puerta del frente. Había tenido bastante suerte de conseguir un cerrajero que por un precio accesible reacondicionó la entrada a su hogar.
Unos golpes se oyeron así que dejó a un lado el periódico del día. Nuevamente los golpes a la puerta volvieron a sonar a la vez que se levantaba de su asiento. Para cuando iba por el pasillo, el toc—toc ya se repetía en el interior de sus oídos. Suspiró con molestia en el momento exacto que el ruido incesante volvía a aporrear su puerta. Rodó los ojos apenas un instante antes de abrir la puerta.
—Señora Charleston, podría la próxima vez ser más... —Jean no pudo completar la frase. Se quedó estática en su lugar y boquiabierta.
Scott Summers estaba allí mismo y frente a ella. Podría jurar que lucía incluso mucho más apuesto que de costumbre con su vestimenta informal. El perfume de su fragancia masculina la rodeó por completo.
—Hola, Jean. ¿Puedo pasar?
Ella pestañeó y se obligó a reaccionar haciéndose a un lado.
—Por supuesto.
La ropa casual le quedaba increíblemente bien, tanto que Jean valoró que le proporcionaba un aire más juvenil. Recorrió con la mirada su ancha espalda perdiéndose por el pasillo. Cerró la puerta.
Luego se encaminó hacia la sala.
—Toma asiento, por favor. No es necesario que estés parado —ella se sentó—. ¿A qué debo la visita?
—Yo... quisiera saber si podrías ayudarme con el caso.
—Eso no tienes ni que preguntarlo. Mi ayuda siempre estará disponible.
—Genial —dijo, luego carraspeó y añadió—: Tu puerta está más firme y ahora hace un sonido distinto.
—Sí. Conseguí un cerrajero que la aseguró un poco. Estaba muy inestable.
—¿Inestable dices? —contraatacó irónico—. Ese trozo de madera se caía a pedazos. Deberías tener más en cuenta tu propia seguridad.
—Créeme que lo hago, detective —dijo molesta—. Arreglar una casa no es cosa fácil ni barata. Sobre todo, cuando tienes a un casero pendiente de la renta las veinticuatro horas, los siete días de la semana.
Editado: 28.04.2024