El altavoz del aeropuerto emitió un anuncio que sonó más a despedida que a simple instrucción.
«Vuelo 307 a Manila, embarque inmediato en la puerta 12».
María Esperanza apretó el billete con fuerza entre sus manos temblorosas. No era solo un vuelo. Era el comienzo de algo que no comprendía del todo... y el final de lo poco que quedaba de su vida anterior.
El cielo, nublado y pesado, parecía acompañarla en silencio. Desde la ventanilla, vio despegar los aviones uno tras otro, llevando consigo miles de historias. Ella sería una de ellas: una pasajera más con una maleta llena de miedos, recuerdos y una promesa rota.
«¿Lista?», preguntó su tía Camila, con una sonrisa apenas visible.
«Nunca estás lista para irte», respondió Esperanza, bajando la mirada.
Su voz temblaba. No por el miedo a volar, sino por el miedo a no volver jamás. Había dejado atrás un cementerio de sueños en Bogotá: la tumba de su madre, la casa vacía donde el eco era su única compañía y las notas del piano que no se habían escuchado desde la desaparición de su padre.
Subió al avión con los auriculares puestos, intentando ahogar sus pensamientos con una canción de despedidas.
El asiento de la ventana se convirtió en su refugio. Se abrochó el cinturón y cerró los ojos, esperando que el cielo le deparara respuestas.
Mientras el avión despegaba, las luces de la ciudad se fueron haciendo cada vez más pequeñas, desapareciendo entre las nubes.
Esperanza respiró hondo.
«Por favor, que ocurra un milagro», susurró.
En ese instante, sin saberlo, recibió un mensaje:
«Nos veremos pronto. No olvides tu promesa. –A.»
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Editado: 01.11.2025