El misterio de San Lázaro

El misterio de San Lázaro

2 parte, LA REVELACIÓN 

Mi experiencia fue de niña, a esa edad solo quería jugar y divertirme con mis amigos. Todos acordamos una vez visitar la mina de día y quedarnos hasta que Lázaro saliera y ver con nuestros propios ojos aquel ser del cual habíamos escuchado tanto por parte de nuestros padres, abuelos y vecinos. Éramos solo tres esa tarde, pero se nos unió un niño más. 
Alberto, un chico medio escuálido y con gafas, hijo del panadero, mi primo Juan, mi mejor amigo Otto y yo. 
Al salir de la escuela nos dirigimos a la mina: 
—¿Ya pensaron qué le vamos a decir a nuestros padres cuando lleguemos a casa en la noche? —dice Otto. 
Todos quedamos en silencio unos segundos y Juan rompe la tensión. 
—¡Eso es fácil! Yo le digo a mis padres que estoy en casa de Magdalena, Magdalena en mi casa, Otto en casa de Alberto y Alberto en casa de Otto —dice Juan mientras acomoda la gorra sobre su cabeza. 
Todos acordamos decir mentiras esa tarde para encubrir lo que teníamos planeado. 
Al pasar por el puesto de la señora Ana, todos colocamos dinero y mandamos a Otto a comprar algunos dulces. Cuando Otto volvía hacia nosotros, Ana lo llamó y él se regresó de nuevo al lugar. La señora le sonrió a Otto mientras le colocaba dos piezas de pan en la bolsa. 
¡El viejo truco de mandar al más pequeño a comprar para que los ancianos sientan ternura y le den algo más!.  Observo el reloj en mi muñeca y marca las 05:21 p.m. Todavía tenemos tiempo de llegar a la mina.  
Después de unos minutos y estar frente a la que alguna vez fue la entrada de aquel lugar, pudimos observar las flores que dejan algunas personas a Lázaro.  
Algunas están marchitas y viejas, otras son recientes. En las esquinas hay botellas de licor y unas cuantas velas consumidas. Otto se agacha y coloca algunas flores de campo que recogió alrededor en un vaso con una vela adentro. No sé en qué instante las tomó.  
Al rato subimos a la roca y nos sentamos a comer y esperar. Ninguno de nosotros estaba preparado para lo que iba a suceder después. 
El reloj marca las 6:00 p.m., el sol termina de ocultarse en las montañas y los animales no se escuchan por los alrededores.  
Alberto saca unas linternas y las reparte a cada uno. 
—¡Escúchenme bien!, ¡no las pierdan o mi papá me va a matar!... Él cree que me las pidieron en la escuela. 
—¿Y por qué tu papá tiene tantas linternas? —le pregunté mientras enciendo y apago la mía para ver si funciona bien. 
—¡No, Magdalena, la pregunta correcta es esta!: ¿Cómo tu papá se creyó esa estupidez? —dice Juan. 
Él se queda pensativo un rato, luego responde: 
—Él asegura que vio una vez a Lázaro y que este se llevó a su novia Lucy. Dice que mide como tres metros y medio y además que es tan flaco como la rama de un árbol. 
—¿Igual o más flaco que tú, Alberto? —todos reímos por el comentario de Otto. 
—¿Puedo terminar?. Mi papá dice que produce un sonido similar al de un saco de monedas al caminar. Dice que lo vio llevarse a Lucy cuando tenían 13 años y que no pudo hacer nada porque cuando lo miras, te quedas tieso; no puedes mover tus extremidades. Solo lo ves marcharse hasta que la niebla se va y puedes moverte nuevamente. Mi abuelo decía que a las mujeres las toma como sirvientas y a los hombres los hace cavar en la mina hasta que mueren, para que sientan lo que él sintió en sus últimas horas de agonía. 
Todos quedamos en silencio.  
No habíamos sentido miedo desde que llegamos y ahora todos queríamos montar nuestras bicicletas y volver. 
El aullido de un perro acelera nuestros corazones y todos corremos a ver la entrada de la mina. 
Una neblina comienza a salir de la entrada y poco a poco todo el lugar se reconstruye hasta quedar reparado como si el desastre de esa noche no hubiera ocurrido jamás. Unos perros salen de la entrada correteando y se quedan esperando en las esquinas.  
Las flores secas de las ofrendas recobran vida y las velas apagadas se encienden solas. Los chicos y yo nos tomamos de las manos sin creernos aún lo que ocurre frente a nuestros ojos. 
 




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