El Monstruo |

4. Zapatos voladores.

—Es increíble tu nivel de mala suerte, Alexander—Bruno soltó, haciendo los cálculos correspondientes —. Dos vergüenzas en un día, por una virginidad que no tiene dueño—marcó, continuando su diálogo bajo las secuencias de los demás, quienes lo apoyaban en el análisis.

—Lo peor es que estás casado—resumió Alberto, manteniendo las palabras hasta ese punto, viendo que nadie más diría nada, por o que xaminaron en silencio por la calle, dejando atrás a la multitud deseosa de tomar el pase más rápido para encontrarse dentro, intencionado a disfrutar del lugar, mismo que había sido su segundo fracaso en el día, respecto a la pérdida de su condena que parecía tener un imán para la mala suerte, como venía dejando entrever, escuchando los cuchicheos de los demás tras él, todavía observando la sábana cubriendo sus piernas, consciente que aún tenía la ropa interior, pero ella no y no tenía la más mínima idea de quién rayos era, lo que quiso hacerlo devolverse un momento, parando su avance, viendo al grupo, frunciendo el ceño.

—¿Y si pedimos los registros de las bailarinas? Ella debe estar ahí, entre la lista, no es inusual que suceda algo así, ¿cierto? Podría contactarla para devolvernos nuestras… cosas—habló, bajo la mirada de los demás, observándose cada uno de forma distinta, negando algunos.

—Es probable que no te pasen la información—enunció Gabriel, seguro—. Lo mejor que puedes hacer ahora es irte a casa.

—Ah bueno, allá también tengo a una mujer que pondrá mi mundo patas arriba si se entera que iba a acostarme con una… ¿bailarina de un club? ¿Suena divertido decirlo?

—Y tienes su olor—apuntó Thomas, olfateando—. Si lo siente, se pondrá histérica.

—Alguien debe darle asilo—sugirió Hedeon, cruzado de brazos bajo una negativa constante.

—No—masculló, molesto—. Si solo van a burlarse de mis desgracias, no puedo asistir a uno de sus hogares—prosiguió, molesto, apretando los puños.

—Está bien, hermano, baja la guardia—pidió Elijah, llegando hasta él—. De cualquier forma, creí que habías perdido tu virginidad con Maya.

—¿Quién es Maya? —indagó el señor mafioso, que al parecer, de mafioso no tenía ni la más mínima gota ahí, apretando la mandíbula ante la cuestión.

—Agua pasada, pisada y jamás tomada—cortó, entrecerrando sus ojos hacia el hombre de rulos—. No por tercera vez al menos—sonrió, acompañando a los demás en la risotada, cubriendo su rostro—. ¿Saben cuál es la ironía de todo esto? Ahora lo recuerdo. Mi secretaria también dejó sus zapatos en la casa. Los tengo en el vehículo—anunció, viéndolos sin pena.

—¿Cómo se llama? —Thomas preguntó, cruzado de brazos.

—Kasia—emitió—. Ese fue el nombre que dije cuando Natalia y yo estábamos tratando de…

—¿Y cuando dices el nombre de tu esposa? —interrumpió Alberto, curioso, analizando en silencio la situación.

—Paso con pena y sin gloria—conjeturó, suspirando—. Por eso Nat se enojó, porque cuando dije el nombre de ella, pude reaccionar sin pensarlo demasiado—confesó, cayendo en cuenta de la realidad, ampliando sus ojos.

—Amigo, ahí está—señaló el rubio—. Te gusta tu secretaria. —Alexander les dio la espalda, sacudiendo la cabeza, manteniendo la verdad ahí, para que no pasara a la realidad, comenzando a caminar de un lado a otro bajo el escrutinio de los presentes, echando su cabello hacia atrás en ese gesto frustrado, negando una y otra vez.

—No, no seré como todos ustedes—la mayoría frunció el ceño ante sus palabras—, que se enamoraron de sus empleadas. Parece cliché de libro viejo, estamos en dos mil veinticinco, eso ya pasó—emitió, quejoso, recibiendo la mano del moreno en su hombro, deteniendo su caminar.

—Mi esposa es dueña de La Bratva—zanjó Hedeon, bufando, molesto por sus palabras.

—Lunia fue mi alumna—mencionó Alberto, pensativo.

—Ana solo fue mi fontanera por un día—sopesó el trigueño, haciendo una mueca.

—Lisa nunca trabajó para mí—Gabriel soltó, en el mismo tono que los demás—. En realidad, bailó en el sitio donde fui espectador—añadió, seguro.

—Yo no te diré nada, solo tengo un hijo con la mujer que amé—murmuró el castaño, pasando por alto su rabieta.

—Alexander—Elijah levantó su rostro, posando su palma en su mejilla, buscando centrarlo—. Aquí cada uno construye su historia, jamás será igual a la de cualquier otro, así que no vuelvas a compararte con nosotros—escuchando todos el sonido de un teléfono resonar—. En cuanto a lo que pasaste, ve a casa y habla con tu esposa. No es la nuestra, no podemos resolver con claridad lo que estás viviendo.

—¿Si no me divorcio, me pueden enterrar tres metros bajo tierra?

—Yo puedo cavar más—indicó Hedeon, atendiendo la llamada—. ¿Lina? Sí, amor, estamos todos juntos. No, ninguna otra mujer, tranquila. Sí, está bien, iré con la niña antes de irme, espérame—siguió, alzando las cejas los demás, doblegándose a ella por lo que veían—. Ich liebe dich—pregonó, cerrando la llamada, posando sus ojos en ellos—. ¿Qué? Al menos es con quien perdí mi virginidad. —La broma lo hizo tomó uno de sus zapatos, tirándolos en su dirección, bufando al ver a su amigo alejarse en una larga carcajada, siguiendo los pasos Thomas, quien también se despidió.

—Bien, solo quedamos los cazados—burló el pelinegro, aligerando el ambiente—. Si quieres que haga un espacio en mi casa…




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.