El Monstruo |

8. Como el suspiro de un bizcocho.

Ambas sopesaron la pregunta, silenciosas, intentando sacar conclusiones claras, sin poder encontrarlas en realidad, volviéndose una a la otra, mirando cada una sus ojos.

—Es extraño…

—Tal vez—musitó la rubia, ladeando su cabeza—. Pero, nadie dijo que no podíamos investigarlo, así que nos toca descubrirlo—animó, dando un saltito, pegandose del mostrador, mirando la hora nuevamente—. Ya perdí mi primer turno, ¿te quedas hasta el tercero? Lo tomaré como extra, aunque no me gusta. Debo cambiar mi rutina de baile—masculló, haciendo un puchero.

—Te veo desde las sombras—habló, mirándola caminar a la puerta, soltando un suspiro en su sitio, pasando sus manos sudorosas por el pantalón oscuro, tomando asiento en una de las sillas de la estancia, escuchando la algarabía denotarse fuerte a la salida de su show, presionando el botón que dio vida a la pantalla frente a ella, viendo a su rubia despampanante tomar el control del escenario, siendo libre, sonriendo carismática tal como lo disfrutaba, viviendo el momento bajo las miradas de los demás, siendo casi libre en esa parte de su vida, aunque también una esclava.

El mundo solía valorizar más algo como eso, que preferir hacerle caso cuando hablaba sobre lo mucho que le encantaban sus carreras y especialidades, queriendo brindad mucho más de lo que tenía al alcance, buscando una salida fácil, para sistemas difíciles, evitando tener historiales de por medio, prefiriendo ese club a cualquier otro donde terminaran por maltratarla o juzgarla si acaso mencionaba alguna cosa referente a su vida normal, siendo consciente que la mayoría en la cafetería también estaba de acuerdo con lo que hacía.

No todos juzgaban la vida de Cassandra, sin embargo, quienes lo hacían aguardaban por mostrar alguna muestra de veneno, desprestigiando sus pasos, decidiendo no conocerla en lo absoluto, cerrando sus ojos y su mente para no aprender de los trayectos que las personas hacían a la hora de avanzar, estancados en sus propias convicciones.

Nunca pudo ser alguien así, aunque no negó que muchas veces ambas terminaron enfrentadas por la falsa fe que emitía hacia el mundo, estancada en el dolor, en aquello vivido que la marcó para siempre, dejando rastros en su alma como huellas imborrables a fuego lento, costando trabajo someterse a la esperanza, a un cambio de su realidad, comenzando a adaptarse en el paso de los años, prefiriendo quedarse donde estaba.

Suspiró, perdida en la pantalla, apretujando el teléfono en su mano para no dejarlo caer, casi imaginando la escena, sacudiendo la cabeza silenciosa, parando sus pensamientos para no traerlo más hacia sí, poniéndose de pie, hastiada al sentir el contacto de su boca con la suya en ese trance, percatándose del calor que la mantuvo inquieta, tomando la ruta para llegar al bar en el sitio, pidiendo una gaseosa, recibiendo la mirada extraña del joven en la barra.

—¿Una gaseosa? —inquirió, sobre la música, frunciendo el ceño.

—¿Hay algún problema? —indagó, removiéndose en la silla—. ¿Una margarita? ¿A qué sabe eso? Así sé si me animo a tomarla. —El joven la observó, achicando aún más sus ojos, soltando un resoplido, negando bajo su escrutinio nervioso, moviendo sus manos en el material—. ¿S-Sabes qué? Olvídalo—murmuró, apartándose para salir, buscando la puerta donde encontró su cuerpo pegar de lleno contra dos hombres a los que ni siquiera les prestó atención, quedando en la entrada, tomando una bocanada de aire bajo las luces enmarcando el establecimiento, viendo a la multitud deseando entrar.

Se abrazó, bajo el frío de la noche, escuchando los silbidos, recostándose de la pared a un lado de la entrada, cerrando los ojos, manteniendo la calma bajo las melodías que no la molestaban tanto al estar lejos de ahí.

Alexander detuvo el auto, mirando al frente, apretando el volante bajo la compañía de su amigo, quien escrutaba su expresión, soltando el aire, tenso, sin saber qué rayos podría ocurrir esa noche. Tenía una mezcla de sentimientos encontrados donde bailaba la indecisión, la satisfacción de poder verla de nuevo si acaso se presentaba, aparte del miedo corriendo por su cuerpo hasta paralizarlo, dejando caer su cabeza en el guía del vehículo, suspirando una vez más.

—¿Todo bien? —tanteó su amigo, negando.

—No, la pregunta está de más—enunció, sometido a la inquietud, bufando—. Gabriel, si…—Detuvo sus palabras, captando el teléfono en su bolsillo resonando fuerte, sacando para ver la pantalla, observando a los lados.

—¿Qué? —indagó, atento, tocando algo tras de sí.

—¿Traes un arma? —farfulló, abriendo los ojos, sorpresivo—. Gabriel…

—Soy policía, ¿qué quieres? —masculló, resoplando—. No puedo cargar algún juguete o algo por el estilo. Es absurdo—indicó, negando, bajo su mirada.

—¿Y traes tu placa? —Gabriel lo vio, exhalando ante la cuestión—. Ya, ya, está bien, no pasa nada—aseguró—. Es Natalia llamando—apuntó, tocando la pantalla para atender, tapando la línea para que no se oyera su voz—. Compórtate—ordenó, posando el aparato en su oreja, armado de valor para hablar—. Dime.

—Hola, mi amor—saludó, coqueta, ronroneando, colocando el altavoz por insistencia del hombre a quien vio, molesto—. Hace unas horas que no hablamos, espero que te haya gustado tu regalo. ¿Te gustó, verdad? —preguntó, casi pudiendo imaginarla remover su dedo en su cabello, frunciendo el ceño por las palabras anteriores.




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