El Monstruo De La Montaña

IV

Tres días atrás se había despertado con un fuerte dolor en el pecho, con náuseas y un olor terriblemente nauseabundo lo estaba atormentando. La comida sabía horrible, el café, el té e incluso el agua, todo era horrible y espantosa para él. Neón se había vuelto más delgado, sus patas delanteras y traseras eran muy flacas, sus costillas se podían distinguir, sus garras eran más largas y puntiagudas, su hocico era algo más largo y el pelaje parecía estar envejeciendo. Sus ojos negros era como si tuvieran llamas y era atrayente sin embargo no comían como antes, algo faltaba pero Gabriel no sabía qué era y eso lo estaba volviendo loco.

—Neón…

El perro levantó la cabeza y ambos se observaron en silencio, hasta que Gabriel se levantó, y abrió la puerta. Dejando atrás su escopeta y abrigo a pesar del fuerte frío y de la brisa de la tarde. No había vuelto a ver a ese hombre o puede que hubiera sido un simple sueño. Aunque él sabía que es no era cierto, decir que era un sueño solo era una farsa el querer esconder algo.

Caminó, caminó y caminó lo suficiente aunque no sabía a dónde iba pero Neón le seguía, sus pasos eran apenas perceptibles y Gabriel torpemente cayó y rodó por una cuesta, golpeando sus rodillas, codos, cadera y su espalda al detenerse contra un árbol muerto, soltó un quejido y el sudor y la sangre empapó su rostro.

El desconcierto y el silencio lo estaba consumiendo como nunca, Neón aulló desde arriba de la cuesta y con paso lento llegó hasta él para darle lametazos en el rostro, su mirada cambió y el olor a sangre llenó sus fosas nasales, ese olor a sangre no era de él. Con un movimiento torpe se puso de pie y olfateo como un animal en busca de comida, Neón levantó el hocico e hizo lo mismo.

Ambos siguieron el olor y llegaron hasta unos árboles torcidos y con ramas secas, Gabriel rodeó el árbol caído y se encontró con algo que le hizo llorar, sus lágrimas saladas empañaron su visión, pero su grito de horror salió con fuerza. Se olvidó del dolor y se acercó al cuerpo inerte de una mujer de cabellos negros enmarañados, las hojas y ramitas adheridas a su vestido empapado. Se colocó detrás de ella y con su mano giró el rostro de la mujer.

—Emilia… no…—la abrazó con fuerza—no tú—el llanto le provocó un nudo en el estómago y garganta, no sabía por qué ella estaba allí, muerta.

Su viejo compañero aulló con lamento, y las lágrimas salieron a flote, su pelaje canoso y sin brillo. Con el hocico acarició el hombro de la mujer pero no se movía, él también comprendió que era demasiado tarde.




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