Dicen que estoy completamente loca, pero no es verdad. Simplemente no entienden cómo me siento. Me encierran, me medican y me atan a los barrotes de una cama esperando a que mejore. ¿De verdad creen que eso ocurrirá? Mis psiquiatras insisten en que me queda mucho por vivir. ¿En serio? A mi corta edad, ya puedo decir que he vivido más que todos ellos juntos, pero nunca lo sabrán, porque soy incapaz de pronunciarlo siquiera. Duele tanto que prefiero que me corten en taquitos antes que hablar sobre aquello. ¿Tan difícil es hacerles entender, sin más explicaciones, que el mundo no es para mí? ¿Tan difícil es que comprendan que ya estoy cansada de vivir?
—¡Felicidades Katy! —Encarni, la enferma, deja una pequeña tarta sobre la mesa y acaricia mi mejilla—. ¿Qué se siente al ser mayor de edad? —me pregunta mientras prende una por una las dieciocho velas.
Me fijo en ellas y puedo ver que algunas son nuevas, pero otras, ya han sido usadas, posiblemente en otro cumpleaños.
—Me siento exactamente igual que ayer —respondo con sequedad. Sé que ella no tiene la culpa de nada, pero no soporto a nadie a mi alrededor, y menos, pretendiendo ser agradable. Hace mucho tiempo que perdí la confianza en el ser humano.
—Venga, cariño, apágalas y pide un deseo —. Cuando estoy cerca de decir algo hiriente, me lo pienso mejor y decido no hacerlo para ahorrarme la charla que vendrá después.
Tomo aire, me acerco y mientras las soplo, pienso en lo que quiero. «Morir de una vez»
Aún recuerdo como si hubiese sido ayer, la primera vez que desee algo así. Fue en mi séptimo cumpleaños. Ningún amigo de clase quiso venir, y ahora los entiendo. Mi familia nunca fue amigable con ellos, así que no me quedó más remedio que celebrarlo con mi tío, que vivía con nosotros, y con mis padres. No hubo regalos, pero tampoco me importó. Por aquel entonces estar rodeada de mis seres queridos lo compensaba todo. Ignorante de mí...
Mientras recogíamos la mesa, mi madre recibió una llamada de su prima para comunicarle que la salud mi abuela, enferma desde hacía años, había empeorado, y mi madre, aunque ya era bastante tarde, decidió coger el coche para ir a verla. Una hora después, volvió a sonar el mismo teléfono, sin embargo, esta vez fue mi padre quien lo atendió. Lo último que recuerdo es verlo correr en dirección a la puerta y desaparecer tras ella. Esperé y esperé paciente a que volvieran, pero el tiempo pasaba y no llegaban. Pregunté entonces a mi tío y lejos de contestar, solo me mandó a la cama.
A la mañana siguiente, mi padre regresó solo, y en el momento en que le oí hablar con mi tío, supe por fin, que la mujer que me dio la vida y a la que tanto quería, había muerto la noche anterior en un fatal accidente.
—¿Qué has pedido? —me pregunta Encarni sonriente.
—Lo de siempre.
—¿Y qué es lo de siempre? —Vuelve a sonreírme tratando de averiguar algo más.
—Si te lo cuento, no se cumplirá —ahora quien sonríe soy yo.
A medida que cae la tarde, me apetece pasear, pero me siento tan drogada por la medicación, que apenas puedo ponerme en pie sola y, tras intentarlo varias veces, finalmente desisto. Hoy han tenido que administrarme varias dosis más, al igual que en mis cumpleaños anteriores. Estas fechas son para mí las peores.
Dos horas después, nos vienen a buscar para llevarnos a cenar, sin embargo, yo soy incapaz de ingerir nada. Me duermo una y otra vez y, aunque me esfuerzo por mantenerme despierta, los párpados me pesan tanto que se me cierran.
—Venga Katy, vamos a la cama. —Tony, uno de los celadores agarra mi brazo y mi pulso se acelera. No soporto que nadie me toque. Detesto el contacto físico. Sobre todo, por el calor que desprenden sus cuerpos.
— No... déjame... —Apenas puedo hablar.
—Vamos, solo será un minuto. —Me conoce muy bien. Llevo más de dos años encerrada aquí y sabe cuáles son mis rarezas.
Como promete, es rápido y pronto estoy sobre la cama, arropada con una gran manta. Sale de la habitación y, antes de marcharse oigo como echa la llave. Todas las noches es lo mismo, me encierran en este apestoso cuarto sola, y hasta la mañana siguiente no abren la puerta de nuevo. Miro hacia arriba con la poca luz que me dejan y veo la cámara de seguridad. A veces no puedo dormir por el ruido que hace al moverse, se me mete en la cabeza y me trae recuerdos que llevo años luchando por olvidar.
Cierro los ojos intentando ignorarla, pero es imposible y ahí están de nuevo:
—Vamos Ranita, solo será un momento.
—No, tío, otra vez no. No quiero.
—Sonríe a la cámara, cielo. Si sales guapa, te compro un muñeco.
—Tío, por favor, no quiero.
—¡Te he dicho que sonrías!
—Tío, tengo frío. Déjame ir ya.
—Hasta que no terminemos el vídeo, no vas a vestirte.
—Por favor... estoy temblando.
—¡Cállate de una jodida vez y haz lo que te digo!
A la mañana siguiente me despierto de peor humor, las pesadillas han sido muchas y me duele todo el cuerpo de estar en tensión. Antes de que llegue la enfermera, me levanto como puedo y miro por la ventana. Estamos en un segundo piso, sin embargo, apenas puedo ver nada, porque que hay tantos barrotes que bloquean las vistas. Cada vez que intento escapar, después los refuerzan más. Les cuesta entender que, por la forma en que los ponen, solo tengo que rascar el cemento con una cuchara para que se aflojen.
—Hora de asearse. —Encarni entra al cuarto con un par de toallas y varias dosis de jabón en bolsitas. Ya no recuerdo cuando fue la última vez que me permitieron utilizar un bote de gel. Desde hace años, revisan absolutamente todo lo que entra en mi habitación o cae en mis manos. Saben muy bien que soy capaz de transformar cualquier objeto en un arma para hacerme daño.
Camino algo más estable que la noche anterior, aunque aún torpe, y me dirijo hasta los baños. Siempre soy la primera, porque saben que, si hay alguien más en las duchas, me quedo fuera. No permito que nadie me vea desnuda, ni siquiera soy capaz de verme yo, y por eso siempre me lavo con los ojos cerrados. Detesto mi cuerpo y tanto como me ha traicionado.