—Hola preciosa. —Tony me sonríe al cruzarse conmigo—. ¿Cómo despertaste hoy?
—Como siempre. —Evito darle más detalles. Si lo hago, sé que le añadirán más medicación a mi comida para adormilarme.
—Oye —me sonríe—, ¿te apetece que después salgamos a dar un paseo por el jardín? —Hace tiempo que vengo notando que se siente atraído por mí y, aunque es un hombre muy atractivo, nunca le he dado, ni le daré esperanzas. Es una gran persona y no merece arruinar su vida con alguien como yo. Estoy tan vacía, que no tengo absolutamente nada que ofrecerle.
—No. —Miento.
Lo cierto es que no me importaría salir a que me diese el aire, pero como cada vez que me propone algo, le respondo con sequedad. Necesito que me odie para que desista pronto.
Baja su mirada y si pudiese sentir algo, sería lástima, pero hace años que perdí esa capacidad. Solo soy un trozo de carne al que cambian continuamente de lugar.
Aún tengo el estómago revuelto cuando traen el desayuno y no soy capaz de darle ni un solo sorbo a la taza. El día apenas acaba de empezar, pero ya noto que no hace nada más que empeorar. Las imágenes que tanto detesto vuelven a mi mente y, esta vez son tan nítidas que, tengo qué clavarme las uñas en la pierna para volver al presente.
—Katy —Tony no se da por vencido y regresa—, estás más rara que de costumbre. ¿Seguro que estás bien?
—Sí. —Vuelvo a responderle.
—¿Qué te apetece hacer?
—Estar sola. —Giro mi cara hacia la ventana para evitar el contacto visual. La mirada de la gente siempre me aterra, porque en todas veo maldad. Sin lugar a dudas, la parte que más odio de una persona son sus ojos, y hace tiempo que descubrí la razón.
—Katy, no es bueno para ti estar tanto tiempo sola. Te haría mucho bien hablar con alguien para distraerte. No sé, hacer nuevos amigos, conocer gente... —Esa última frase hace que mi mente divague.
—Tío, ¿quién es ese hombre? No le conozco.
—Un amigo.
—¿Y por qué quieres que me vaya con él?
—Bueno, está solito y se aburre.
—Pero, no sé quién es... y mamá siempre me decía que...
—Mamá ya no está, así que eso no importa.
—Pero tío, yo no quiero ir.
—Pórtate bien, Ranita, y sobre todo, haz lo que él te diga.
—¡No, tío! ¡No quiero ir! ¡Suélteme señor!¡No quiero ir con usted!
Mi corazón comienza a latir a la vez que un pensamiento bastante oscuro y familiar, cruza mi mente. No es la primera vez que me pasa, pero sí la que con más fuerza se instala.
—Está bien —respondo tratando de mantener la calma. No quiero alertarle de mi estado—. Vayamos al jardín. —En ningún momento esperaba que cediese en algo así y se queda inmóvil.
—Vale... Sí... Genial —dice incrédulo apartándose de mí y me tiende su mano— ¿Necesitas ayuda?
—No, todavía no. —Con torpeza me pongo en pie, coloco mi bata para que no se me vea nada y camino despacio por el largo pasillo.
Al llegar al jardín, busco con la mirada la puerta que algunas veces los mismos repartidores dejan abierta para descargar y la suerte no parece estar de mi lado. Caminamos durante varios minutos entre los árboles y me fijo en sus hojas. Sus colores otoñales me relajan. Observo cómo caen lentamente al suelo, guiadas por la suave brisa, y el sonido que producen al pisarlas me transporta al lugar que tanto quisiera dejar atrás.
—¡Mírame a los ojos!
—¡No quiero! ¡Déjeme!
—¡Abre la boca y mírame!
—¡No! ¡No quiero!
Aquel día, debido a la profunda repulsión que sentí, abrí la puerta del coche para escapar y mientras huía por el bosque, podía oír el crujido de las hojas secas bajo mis pies. El amigo de mi tío corrió más que yo y no tardó en darme caza. Aquella no fue la única vez con él, llegó a hacerse tan habitual que, cada vez que lo veía, vomitaba porque sabía lo que venía.
Aprieto mi mandíbula e inspiro profundamente para que mi estado no levante sospechas y al alzar la mirada, veo que, un hombre cargado con varias cajas, está abriendo la puerta. Me acomodo en uno de los bancos de madera, fingiendo cansancio y, antes de que Tony se siente a mi lado, le pido un favor:
—Tengo mucha sed, ¿me podrías traer agua?
—Claro, preciosa. No te muevas de aquí. —Confiado, se marcha y cuando entra al edificio, aprovecho mi oportunidad. El instinto me grita que huya y no dudo en hacerle caso. Necesito salir de aquí cuanto antes para alejarme de todos los anclajes que he ido creando con los años, porque ya cualquier cosa que oigo o veo en este lugar, me despierta recuerdos insoportables.
Aprovechando que el repartidor entra en el almacén, corro y corro sin parar hasta que mis pulmones arden y por un momento siento estar huyendo de alguien.
—¡Detente o será peor!
—¡No, papá! ¡Tú también no!
Hasta aquel momento, mi padre sólo se limitaba a mirar o sujetar la videocámara con la que grababan los vídeos que después vendían, pero aquel maldito día, también se unió. Desde entonces y durante más de diez años he sido víctima de abusos y violaciones constantes. Las únicas personas en quien confié, me destrozaron la vida. Me vendieron, me violaron y me robaron lo único que tenía. Ellos, a los que más quería... Sangre de mi sangre. ¿Cómo creen que después de aquello podré confiar en nadie? A veces, los monstruos a los que tanto temen los niños, no están en el armario.
Cientos de imágenes se agolpan en mi mente rompiendo mi alma y grito al cielo buscando alivio, pero no sirve de nada. Al contrario. Todo aquello que viví, con cada segundo se acentúa más. Su sabor, su olor, su contacto, su tacto... Sin detenerme tiro con fuerza de la vieja costura de mi bata y cuando logro rasgarla, enrollo la tela en mi mano hasta arrancar una tira larga. No puedo seguir así, es inhumano sufrir de esta manera. Aunque lucho con todas mis fuerzas por apartar algunos pensamientos que me asaltan, mis heridas mentales se abren cada vez más y el dolor es tan insoportable ya, que lo acepto porque no encuentro otra salida.