El mes que transcurrió después de eso fue el mes más maravilloso que yo había vivido en mis cortos diesisiete años.
Todas las tardes, Mew me recogía con la balsa a la orilla del río, justo debajo del solitario sauce llorón y me llevaba, siempre abrazado a todos sus lugares favoritos de la reserva. Eran como pequeños tesoros casi insignificantes para cualquier ojo desprevenido o superficial; para mí, en cambio, eran pequeños milagros cotidianos.
Un nido de cisnes negros camuflado entre los juncos, un cardumen de hipocampos nadando libres con sus colores brillando bajo el suave sol de Diciembre, una pareja de jirafas que parecían observarnos con curiosidad desde una altura envidiable...
Yo me maravillaba que esas bellezas tan distintas convivieran en un mismo espacio. Y así se lo dije.
—Es la magia de la Naturaleza...— me susurro Mew— En la naturaleza se vive y se ama con libertad...
La última de esas noches volví tarde a mi casa, extasiado, envuelto aún en aquella magia. Mi madre me esperaba en el umbral. Estaba seria. Creí que estaba enojada por mi tardanza, ya le había dicho que pasaba mis tardes con Mew, pero me equivoqué. Me miró fijamente Y mientras me abrazaba me dijo:
— Ya he arreglado los papeles de la casa y ya he esperado lo suficiente por algún empleo aquí. Creí que con el paso del tiempo las cosas serían diferentes. Pero me equivoqué. Nos vamos el día de Navidad.
Aquella noche lloré porque aunque todavía no me había ido mi corazón ya extrañaba dolorosamente al muchacho de la balsa.