Hice mi maleta en silencio. Esperé con paciencia que mi madre terminara de maquillarse, sentado en el Porsche. No contesté a ninguno de los comentarios envenenados que oímos mientras caminábamos. Sus venenos parecían ya no tener efecto sobre nosotros.
Yo miraba cada tanto a mi madre de reojo. Estaba preciosa con ese vestido rojo y ese gorro de lana que usaba. Tenía una leve sonrisa en sus labios rosados y sus ojos maquillados sobriamente brillaban como el mismo Lucero que ahora guiaba nuestro camino.
Llegamos Justo a tiempo. La balsa nos esperaba cerca del sauce. Cruzamos el río. Yo estaba en pleno deleite. Me deleitaban los brazos de Mew alrededor de mí. Y me deleitaba la mirada tan tierna y tan enamorada que el padre de Mew le regalaba a mi madre cada dos ó tres segundos.
Y me deleitaba verla sonrojarse como si fuera una colegiala. No miré atrás cuando entramos a nuestro nuevo hogar en la reserva. Sólo busqué los ojos de aquel muchacho de la balsa y me dediqué a morar en ellos desde aquel día y para siempre.
Le susurré un Gracias mientras dormíamos abrazados aquella noche de Navidad. Un gracias porque me había enseñado a creer en los milagros.
— Tú eres mi milagro...— me dijo abrazándome con fuerza.
Y aquel muchacho de la balsa nunca más me soltó ...