En la bulliciosa ciudad llamada Brundalia, abundaban las supersticiones mágicas navideñas, la copiosa nieve y la música clásica. Las creencias se traspasaban de generación en generación produciendo ansías de que llegara las vísperas navideñas y por supuesto, la navidad por muchas personas, de todo rango de edad. Caía nieve en esas épocas porque al ser una ciudad proveniente del lado este de Rusia, el clima tropical no lo caracterizaba. La música clásica era recurrente escucharla en ascensores de edificios, en los parques debido a orquestas que tocaban música al aire libre, en los comerciales de televisión, en la radio, en cafeterías, y así, en un sinfín de lugares. Sin embargo, en estas épocas navideñas, la música que más solía escucharse en distintos ambientes eran los villancicos instrumentales tocados por orquestas profesionales o bien, por orquestas aficionadas.
Era una tarde común y corriente, o al menos eso creía Sábrini Morozov quien caminaba por el extenso parque que parecía no tener fin, debido a que tenía una fila de árboles, los cuales se encontraban adornados con guarniciones de la época como luces led de colores que parpadeaban, en cada punta tenían estrellas doradas o plateadas. A los costados de las filas, existían dos veredas para transitar.
Sábrini, que vestía un suéter blanco crema que le quedaba holgado, unos pantalones de tela abrigadora negros, unas botas y un gorro de lana gris, sabía que para llegar a su destino lo único que podía hacer era tomar el dichoso atajo de la alameda. Los transeúntes caminaban por esa misma vía queriendo llegar a la zona del comercio que era bastante popular a esas horas. Pero, a pesar de que no tenía ganas de salir, pues quería quedarse leyendo su libro de romance en su habitación, pensó que no sería tan malo pasear por esas horas para concretar el encargo que le pidieron cuando fue a la sala de estar del internado. Además, era ir y volver, ¿verdad?
Sábrini sonrió al ver la tienda en donde lograría su cometido, sabía que cerraba a las ocho de la tarde y eran recién las seis y media según su celular, por lo cual, tenía tiempo de sobra. La tienda tenía vitrinas con pinos artificiales, muérdagos y adornos. Al ingresar se detuvo en la entrada pues quería percatarse de si había clientes o no, no obstante, no había personas solamente la vendedora, lo cual le agradó mucho, nunca fue fan de lugares con exceso de personas. Hizo amago de caminar, pero le dijeron que no se moviera, de igual forma, le dijeron a otra persona que se detuviera. La chica, que mostraba sorpresa en sus ojos almendrados, y que entreabrió sus labios, notó a su lado a un chico que aparentaba su edad, que usaba un abrigo negro aterciopelado y unos pantalones de tela blancos, la observó. Él tenía ojos azules vivaces, y a su vez coquetos, su sonrisa de ese momento solo podía indicar que algo bueno le iba a pasar a él, ante ese gesto, ella se preguntó por qué sonreía de esa forma ignorando el hecho de que ella también estaría envuelta en el motivo de su sonreír. La vendedora, que aparentaba tener entre unos cuarenta y cinco años, que a su vez vestía un polerón con capucha y con un adorno de un pino verde, unos jeans que no eran ajustados y unos botines, se les acercó.
—Felicidades, ustedes son los primeros en quedar bajo el muérdago de nuestra tienda.
Ante lo anterior, Sábrini miró al chico, este la miró a ella, por ende, ruborizada desvió su mirar, es que ella exclusivamente iba a comprar la estrella del árbol de navidad del hall del internado, ¿cómo fue que terminó en esa situación?
—Por mí no hay problema —dijo el chico poniendo sus manos en los bolsillos de su abrigo.
Ella volvió a observarlo con una expresión en su bello rostro que se podría interpretar como: “¿estás de broma?, ¿verdad?”. No obstante, la gente que caminaba por el sector se había acercado a ver el ¿espectáculo?, que estaban haciendo. Se escuchaban murmureos claros que decían:
—Están bajo un muérdago.
—¿Se besarán?
—Te apuesto un chocolate a que se besarán.
—¿Se cumplirá el mito si se besan?
Sábrini solo quería escapar de ahí, de esa situación, de todos, en realidad. Sin embargo, creyó que no sería lo mejor. No en estos momentos, en donde era el centro de atención y la presión social ejercía su papel.
—Vamos, bésense —dijo la vendedora con una cámara fotográfica instantánea.
Sábrini observó el muérdago que estaba ahí, luego observó al chico, a la vendedora y a la gente que estaba fuera del local. Entre la espada y la pared, y al no ver una posible escapatoria, no le quedó más remedio que…
—Está bien, pero no te sobrepases, ¿me entendiste Mr. Desconocido? —dijo con determinación la chica que tenía sus pómulos sonrosados.
—¡Vaya! La gatita tiene garras —dijo el chico ladeando una sonrisa—. Me gusta.
Ella se volteó hacia él quedando frente a frente. Él le tomó con delicadeza su cintura, ella rodeó sus brazos alrededor del cuello de él oliendo el varonil aroma que él emanaba, y cerró sus ojos, si el beso iba a ocurrir, prefería esperarlo de esa forma, sin ver, y solo sentir la exquisita caricia que estaba a segundos de suceder. El chico y Sábrini comenzaron a acercarse, sus respiraciones se acompasaban como si fuesen niebla en un espacio cerrado y pequeño. El chico apretó el abrazo, como dándole una señal de que iba a tocar sus labios, cosa que hizo de inmediato al rozar los suyos con los de ella. Sábrini movió sus labios con timidez, mientras que el joven lideraba el beso. Este ocurría con ternura y a ninguno de los dos les resultaba incómodo o vergonzoso el gesto, al contrario, era como si estuviesen destinados a cometer ese acto de besarse en público. Los presentes estaban enternecidos por el cálido gesto que los chicos estaban protagonizando, pero una espesa niebla envolvió a los chicos. Todos murmuraban que el mito se cumpliría, pues los sabios así decían que comenzaba. Además, en el ambiente se podía escuchar una orquesta aficionada no muy lejos de allí, que hacía ver al espectáculo como si fuese una escena de película romántica.