El mundo de Gaia

CAPÍTULO UNO

EL BOSQUE NEGRO

 

Cancion: Skáld-Hross

 

Llevaba por lo menos dos horas corriendo sin parar; el sol había terminado de salir y se colaba con fuerza por entre la densidad de las ramas, disipando así un poco la niebla que quedaba sobre el bosque.

Su respiración se encontraba agitada, los pulmones le ardían y cada uno de sus músculos se quejaba por la extrema actividad física a la que se había desacostumbrado, pero sabía que tenía que seguir corriendo, de no ser así, la alcanzarían y quien sabe lo que harían con ella.

Agradecía haber estado entrenando al momento de ser abordada, no quería ponerse a pensar mucho en la manera que había sido traicionada, ya que la furia nublaba el poco juicio que le quedaba.

Debido a los entrenamientos que realizaba en la madrugada, tenía puesta su ropa de combate: remera de manga larga ajustada a su cuerpo, unos pantalones de cuero también apretando sus piernas y sus fieles botas que hacían más fácil la carrera que llevaba a cabo y, aunque la habían despejado de todas las armas que llevaba encima, aun podía sentir el mango de esa pequeña cuchilla metida dentro de su zapato izquierdo. Su cabello, de un color rubio oscuro, se encontraba bien ajustado en una trenza que le llegaba al hombro, chocando con este a cada paso que daba.

Se mantuvo a paso firme, manteniendo el ritmo de su respiración, obligándose a sí misma a no bajar el ritmo.

El sudor ya la había empapado por completo y era consciente de que si no bebía un poco de agua en breve, terminaría cayendo desmayada por la deshidratación.

Hacía por lo menos diez minutos que no escuchaba las pisadas de las bestias, por lo que cuando escucho un arroyo a unos cuantos pasos adelante, no dudo en correr un poco más rápido hacía él.

Se dejó caer de rodillas en éste casi con desesperación y juntando agua con sus manos, bebió casi sin respirar hasta que sus sed estuvo saciada. Lo único que podía escucharse era su pesada respiración debido al cansancio, junto con el cantar matutino de los primeros pájaros del día.

Miro hacía ambos lados, sabía que tanta calma no podía ser bueno, agudizó su oído tratando de escuchar algo más, pero por ahora nada fuera de lo común.

—Esto es malo —pensó para sus adentros.

Tomó la pequeña cuchilla entre sus manos —esa que guardaba en su bota— y se hizo un pequeño corte en su palma, no lo suficientemente profundo, ya que si tenía que luchar, necesitaba estar en sus máximas facultades.

Dejó caer un poco de su sangre en el arroyo, sabía que ellos podían olerla y su sangre mezclada con el agua los despistaría, por lo menos esto le daría unos minutos de ventaja que no dudaría en utilizar para su beneficio.

Envolvió su mano en un trozo de tela que arrancó de su ropaje y se dispuso a seguir; tres minutos contados mentalmente eran más que suficientes para recuperar un poco de fuerza y seguir con su huída.

Volvió a correr, pero esta vez en sentido contrario de cómo corría el arroyo, necesitaba alejarse todo lo posible de donde se había hecho el corte, el problema es que ahora iba en subida y se cansaría mucho más rápido.

Sabía que sus probabilidades eran pocas; más bien nulas. Pero ella no estaba acostumbrada a dejarse vencer tan rápido ya que había sido prisionera una vez y no dejaría que la volvieran a capturar, sin poner lucha antes.

Siguió corriendo, corrió tanto que perdió la cuenta del tiempo que llevaba haciéndolo. Podía sentir las ampollas que se formaban en la planta de sus pies, junto con los raspones que empezaban a arder en la palma de sus manos de las veces que había patinado con los musgos aterrizando con ellas.

Los troncos de los árboles eran más grandes de lo que jamás había visto, las copas de éstos parecían tocar el cielo mientras que las raíces asomaban por debajo de la tierra debido a la cantidad de años —milenios seguramente— que tendrían y podía sentir el olor a humedad y tierra mojada, que por momentos se le hacía insoportable.

La tarde estaba empezando a caer; ya no corría pero si mantenía un paso ligero y constante. Su estómago había empezado a quejarse por el hambre y la cantidad de horas corridas no hacían otra cosa que aumentarlo, sin embargo se animó a sí misma.

—Solo un poco más —se dijo para sus adentros.

Cuando se dio cuenta de que solo faltaban unas dos horas para el atardecer, decidió que buscaría un refugio y algo para comer.

Tan sigilosa como solía ser, consiguió cazar una liebre mientras ésta comía; una pequeña trampa, un poco de carnada y ya estaba muerta. Necesitaba encontrar una cueva para poder hacer fuego, sabía por experiencia propia que comer carne cruda no terminaría bien para ella, aprovechando el resto de luz que quedaba, se adentro en una pequeña cueva no muy grande pero sí lo suficientemente escondida como para que no pudieran encontrarla fácilmente y se aseguró que esta tuviera más de una salida en caso de emergencia.

Prendió un fuego no muy grande, lo suficiente para hacer unas cuantas brasas para cocinar su comida y una vez que devoró al pequeño animal —dejando sus huesos prácticamente blancos—, terminó con la pequeña trampa que había empezado a armar en la entrada de la cueva, era indefensa, solo que cuando la pisarán varias piedras caerían provocando un gran estruendo, lo suficiente para despertarla y empezar a correr.

Podía escuchar los aullidos a lo lejos y eso hizo que los vellos de sus brazos se erizaran. De noche, en el oscuro bosque solía bajar mucho la temperatura y que ella tuviera solo una remera de manga larga con un pantalón largo no ayudaba mucho a mantener el calor corporal, sin hacer mucho caso a eso, se hizo un ovillo a sí misma y trato de mantener todo el calor posible casi pegada a las pobres brasas que lograban mantenerse prendidas.




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