El registro del pueblo fue breve e ineficaz. La tienda de ultramarinos estaba casi vacía, saqueada desde hacía tiempo. Solo la ferretería parecía haber escapado al pillaje.
El interior estaba oscuro, pero relativamente intacto. Encontraron herramientas, cuerdas, algunas prendas de trabajo y latas de conserva oxidadas en un rincón polvoriento.
—No es mucho, pero es mejor que nada —declaró Yann mientras cargaba el carro con cuerdas y herramientas.
Una vez asegurado su escaso botín, emprendieron el camino de regreso.
El campamento los recibió con una calma engañosa. Sin embargo, los saludos fueron más amigables de lo que Alan hubiera esperado. Sentía las miradas posadas sobre él, como si su estatus dentro del grupo acabara de cambiar.
Una inquietud sorda crecía en su interior. ¿Qué le contaría Rose a Jennel?
Montó su tienda con movimientos rápidos, concentrado en la tarea para calmar su mente. Una vez instalada, se sentó dentro y comió una comida frugal.
Mientras terminaba, una figura se acercó: Jennel.
Alan levantó la cabeza al verla aproximarse. Llevaba la misma falda vaquera y la camiseta negra del día anterior, pero esta vez sostenía dos latas de frutas en almíbar en las manos.
—Pensé que te vendría bien un postre —dijo con una leve sonrisa.
Alan sonrió a su vez, pero su atención se dirigió rápidamente a las latas metálicas.
—¿Tienes un abrelatas? —preguntó.
Jennel negó con la cabeza, divertida.
—No. Pero confío en que encuentres una solución.
Alan inspeccionó las latas, buscando una apertura fácil, pero estaban perfectamente selladas. Rebuscó en su bolsillo y sacó una navaja multiusos, cuya hoja había visto días mejores. Intentó perforar la tapa, pero la hoja resbaló, casi cortándole la mano.
—Cuidado —susurró Jennel, inclinándose para ver mejor.
Intentaron varios métodos, usando piedras, un viejo destornillador oxidado que Alan tenía en el bolsillo e incluso el mango de su navaja. Después de varios minutos de esfuerzos infructuosos, Alan suspiró.
—Parece que las latas se nos resisten.
Jennel se encogió de hombros.
—No importa. Ya las abriremos.
Tras algunos intentos más, Alan finalmente logró perforar el metal, dejando que un fino hilo de almíbar se deslizara por el lateral de la lata.
—No es muy elegante, pero servirá.
Jennel extendió la mano para tomar la lata.
—Gracias.
Comieron en silencio durante un momento, saboreando el dulce sabor de las frutas. La calma era reconfortante, pero Alan sintió que Jennel lo observaba con una intensidad inusual.
—Mi herida ha sanado —dijo ella, extendiendo el pie para mostrárselo—. Las nanitas hicieron su trabajo.
Alan asintió, pero seguía visiblemente preocupado.
—¿Pasa algo? —preguntó Jennel.
Alan vaciló.
—Supongo que sabes lo que pasó en el pueblo.
Jennel asintió lentamente.
—Rose me lo contó todo.
Alan bajó la mirada, jugueteando con el mango de su navaja.
—Maté a ese hombre. Y lo peor es que no siento nada. No hay culpa. Solo... frialdad.
Jennel colocó suavemente su mano sobre la de él.
—No lo hiciste por placer. Lo hiciste porque era necesario. De lo contrario, él te habría matado.
Alan la miró, buscando una explicación.
—Pero eso no explica por qué estoy tan... tranquilo. Esperaba estar perturbado.
Jennel lo miró con una nueva gravedad.
—Porque hemos cambiado, Alan. Las nanitas no solo nos rejuvenecieron o fortalecieron físicamente. Han modificado algo en nosotros. Nuestra capacidad para manejar situaciones extremas, tal vez. O simplemente nuestro instinto de supervivencia.
Alan se enderezó ligeramente.
—¿De verdad lo crees?
Jennel asintió.
—Sí. Yo también lo sentí. Cuando tuve que apuñalar a ese hombre en el supermercado, esperaba que su rostro me persiguiera. Pero no. No es insensibilidad, Alan. Es una forma de seguir viviendo, a pesar de todo.
Alan sintió que un peso se aligeraba ligeramente de sus hombros.
—Es bueno escucharlo. Empezaba a pensar que era...
Jennel sonrió suavemente.
—¿Que te habías convertido en un monstruo? No. Eres humano. Más que nunca. ¿Y sabes por qué?
Alan asintió.
Jennel lo miró directamente a los ojos.
—Porque te lo cuestionas. Aquellos que realmente se convierten en monstruos nunca se preguntan si sus actos están justificados.
El silencio cayó de nuevo, pero esta vez era más reconfortante. Jennel se apoyó contra el tronco de un árbol junto a la tienda, observando el campamento dormido.
—Quizás seamos los últimos humanos, Alan. Pero eso no significa que debamos perder nuestra humanidad.
Alan asintió, las palabras de Jennel resonando en él.
—Gracias —susurró.
Jennel sonrió.
—De nada. Y la próxima vez, intenta encontrar un abrelatas.
Después de un momento de silencio, Jennel se enderezó.
—Buenas noches —dijo suavemente, con una sonrisa sincera iluminando su rostro.
Alan la observó alejarse hacia su propia tienda, sus pasos ligeros sobre la hierba. Permaneció sentado, inmóvil, escuchando el susurro de las hojas bajo el viento nocturno.
Ese simple "buenas noches" había encendido un calor inesperado en él.
Fue en ese instante que comprendió cuánto se había vuelto indispensable la presencia de Jennel para él. No solo su calma y sus palabras reconfortantes, sino también su forma de ser, de entenderlo sin juzgarlo.
Sin embargo, el sueño no llegaba. Permaneció acostado, los ojos abiertos de par en par, perdido en sus pensamientos. La noche se extendía, silenciosa, mientras revivía la sonrisa de Jennel iluminando la oscuridad.
JENNEL, 93
Como había decidido, me disculpé con Alan. Me pasé con lo que le conté.
Aun así, reaccionó de una manera extraña. A veces irónico, a veces amable, a veces… un poco coqueto. ¿O acaso soy yo la que se imagina cosas? ¿Quizás estoy empezando a ver señales donde no las hay?