JENNEL 277.
Es el 1 de enero de no sé bien qué año. Me doy cuenta de que he perdido dos días. Cada vez soy menos constante. Recuperar esa constancia podría ser un buen propósito para este nuevo año.
Empecé este cuaderno tan personal para intentar anclarme en la realidad. Todos tenemos ese problema. Este mundo incomprensible llegó demasiado brutalmente, como una pesadilla de la que no se despierta.
Si soy sincera, para mí es más bien un sueño del que no quiero despertarme en absoluto.
Soy terriblemente egoísta. Los dos lo somos.
La última noche del año se desarrolló en un ambiente estupendo. Cometí algunas falsas notas en mis canciones, pero nadie se dio cuenta.
Alan me regaló un bonito jersey que me he puesto enseguida esta mañana. Y yo le entregué el colgante. Los dos estábamos muy emocionados.
Me atreví a ponerme las braguitas bordadas, de eficacia probada.
Alan finge no verme escribir en el cuaderno pero lo ha entendido todo.
Soy feliz aunque no debería.
Febrero
El invierno se había endurecido con el paso de las semanas. Las nevadas incesantes y las temperaturas glaciales hacían la vida cotidiana cada vez más difícil. La comida empezaba a escasear, la leña para las chimeneas se agotaba rápidamente, y estaba claro que quedarse más tiempo en el hotel sería insostenible. Y que sería preferible partir en cuanto las temperaturas empezaran a subir, eligiendo paradas protegidas.
Se organizó una reunión en el vestíbulo para decidir los próximos pasos. Mapas detallados del este de Europa, encontrados durante una expedición a Maribor, estaban desplegados sobre una mesa. Michel tomó la palabra, con el rostro grave.
—Con la primera línea de visión trazada en Aviñón y la obtenida aquí, tenemos un posible punto para la localización del Faro —dijo, señalando una parte del mapa—. Está en Turquía.
Un murmullo inmediato recorrió la sala.
—¿Tan lejos? —exclamó una voz—. ¡Nunca llegaremos!
—¿Por qué no buscar un lugar seguro y refugiarnos allí? Podríamos almacenar provisiones y esperar a que las cosas mejoren.
—¿Esperar qué? —replicó otra persona—. ¡No hay nada que esperar!
Algunas personas no querían seguir avanzando, otras estaban desmoralizadas por la distancia que quedaba. Michel, levantando las manos, intentó calmarles.
—¡Por favor! Todos podrán hablar. Su opinión cuenta. Pero escuchemos primero.
Una voz aguda interrumpió el silencio temporal:
—¿Y tú qué opinas, Alan?
Era Rose, que miraba fijamente a Alan.
Alan, que había permanecido en silencio hasta entonces, se levantó lentamente. Una sonrisa helada se dibujó en sus labios.
—Por supuesto, nadie estará obligado a seguir luchando —dijo, con voz tranquila pero cortante—. Muchos son los Supervivientes que esperarán la muerte, unos meses o unos años, en un planeta desértico, hasta que se agoten las provisiones. Probablemente se matarán entre ellos mucho antes. Podéis imitarlos si queréis. Pero yo no. Ni aquellos que, como yo, piensan luchar hasta la última chispa de esperanza.
—Hemos recorrido un largo camino, pero tenemos el orgullo de haberlo recorrido juntos. Queda todavía. Y veremos qué hay al final, respuestas a nuestras preguntas quizás, y quién sabe, una esperanza de supervivencia.
Un silencio ensordecedor siguió a su discurso. Alan se sentó de nuevo, cruzando los brazos.
—Si queréis quedaros haciendo muñecos de nieve, adelante. Pero yo no —añadió Rose con una sonrisa de lado.
—¡Muy bien, Jefe! —gritó Johnny desde el fondo de la sala.
Poco a poco, unos y otros comenzaron a encontrar razones para seguir adelante. Los argumentos de Alan, reforzados por la determinación de Rose y la aprobación tácita de Michel, resonaban profundamente en los Supervivientes. Cada uno, a pesar de sus dudas, se preguntaba si realmente podía abandonar esta búsqueda.
Alan salió del vestíbulo, el rostro marcado por la emoción contenida. Jennel le siguió sin decir nada. Una vez fuera, el frío cortante les mordía la piel, contrastando con el calor sofocante de la discusión.
—¿Qué quería decir Johnny con eso de “Jefe”? —preguntó Alan, intrigado, deteniéndose para mirarla.
Jennel lo miró con seriedad, buscando sus ojos.
—Es el apodo que te ponen a tus espaldas.
Alan levantó las cejas, sorprendido.
—¿Jefe?
—Sí, Jefe. Porque, te guste o no, a ti es a quien siguen.
Jennel le puso una mano en el brazo, una sonrisa suave iluminando su rostro.
—Y harías bien en acostumbrarte.
Alan permaneció un instante en silencio, observando la oscuridad nevada. Luego, con una resignación mezclada de orgullo, asintió.
—Muy bien, entonces. ¿Jefe, eh? —murmuró con una media sonrisa antes de retomar el camino hacia el chalet.
Abril
JENNEL 365.
Hoy hace un año que empecé este cuaderno (en realidad es el segundo). Creo que ya no voy a contar los días. Porque no consigo seguir el ritmo, y porque ya no siento siempre la necesidad de hacerlo. Escribiré si me apetece.
Voy a empezar por hoy.
Nos cuesta encontrar provisiones porque la norma tácita es evitar las ciudades. Todo el mundo ve el problema, pero nadie hace nada. Excepto yo.
He hecho una propuesta al estilo de Alan, es decir, sugiero las cosas como si ya estuvieran aceptadas. Es su técnica, y también funciona conmigo.