Desde hacía meses, Alan caminaba hacia el este, sin otra indicación que una brújula y con el equipo que lo había acompañado por toda Europa. Cada paso lo alejaba un poco más de los recuerdos vivos, pero la imagen de Jennel seguía omnipresente, como un faro en su soledad. Al cabo de un mes de marcha, comenzó a notar un fenómeno extraño: el cilindro que Jennel había encontrado parecía vibrar ligeramente con más intensidad. ¿Una impresión o una realidad? Con el paso de las semanas, notó también que la parte anaranjada del cilindro se engrosaba lentamente, como si respondiera a su avance.
Esas señales sutiles, imperceptibles a simple vista, se convirtieron en su único aliento. Tal vez indicaban el camino ya recorrido. Pero entonces, ¿cuánto le quedaba por recorrer? La incertidumbre lo acompañaba en cada instante, mientras el cansancio y la desolación pesaban cada vez más sobre sus hombros.
Los Espectros no eran un problema. Había retomado su técnica inicial para evitarlos, aunque eso lo obligaba a rodeos y a veces a tomar rutas inciertas para no pasar por ciudades.
Encontrar provisiones se convirtió rápidamente en uno de sus principales desafíos. Al cruzar las fértiles llanuras del noroeste de Turquía —hoy marcadas por una ausencia conmovedora—, buscaba en casas abandonadas con la esperanza de encontrar algún resto de comida. Los armarios solían estar vacíos, y las pocas conservas intactas estaban demasiado vencidas para ser consumidas. Un día, tras horas de búsqueda infructuosa, encontró una pequeña reserva: un tarro de judías secas y una lata de sardinas. No era un banquete, pero fue suficiente para resistir un poco más.
La antigua abundancia de los campos de trigo, antaño dorados bajo el sol, había sido sustituida por un caos de maleza. La ausencia de animales resultaba inquietante: ni aves ni roedores cruzaban su camino, solo cuerpos inmóviles fijados por el tiempo.
El calor era asfixiante, y los caminos polvorientos parecían no conducir a ninguna parte. Alan avanzaba lentamente, perdido a menudo en sus pensamientos. Se aferraba a la imagen de Jennel, su recuerdo cálido y constante, que le daba una fuerza silenciosa. Cuanto más se acercaba a la costa, más verdes se volvían las colinas onduladas, pero ese verdor contrastaba dolorosamente con el vacío dejado por la humanidad.
Al llegar a Samsun, el silencio sepulcral le dio la impresión de un cementerio a cielo abierto. Los mercados abandonados, las calles desiertas y los muelles oxidados ofrecían un espectáculo a la vez trágico e hipnótico. Caminaba bordeando la costa, sus pasos resonando en un mundo donde solo el viento parecía seguir con vida.
El cansancio y el miedo de perderse se convirtieron en sus compañeros constantes a lo largo de las sinuosas rutas. Alan consultaba constantemente los mapas que había encontrado, pero los carteles desvanecidos y los caminos invadidos por la vegetación hacían difícil la orientación. Una noche, mientras acampaba al borde de un bosque, se dio cuenta de que había tomado un desvío por error. La duda lo corroía: ¿volver sobre sus pasos, arriesgándose a perder aún más tiempo? Cerrando los ojos, recordó el rostro de Jennel, y encontró en ese recuerdo el valor para seguir por el camino que creía correcto.
De Samsun a Trabzon, el terreno se volvió más accidentado. Las rutas atravesaban montañas abruptas y bosques profundos. Alan notó que los grandes árboles parecían afectados por la enfermedad de las nanitas: troncos agrietados, copas amarillentas, ramas desnudas, raíces expuestas. Incluso los árboles más pequeños mostraban señales de deterioro, con hojas marchitas esparcidas por el suelo.
La casi total ausencia de animales hacía los lugares aún más opresivos: los pájaros ya no cantaban, y solo algunos cadáveres de ardillas o zorros salpicaban el paisaje.
Las cascadas aún murmuraban, y su música suave le ofrecía un respiro fugaz. En esos momentos, cerraba los ojos y evocaba las risas compartidas con su compañera. La soledad se volvía más pesada.
Al llegar a Trabzon, los edificios seguían en pie, pero emanaban una aura lúgubre. Uno de los monasterios en lo alto atrajo su atención. Decidió pasar la noche allí. El interior estaba oscuro y silencioso, pero intacto. Los bancos polvorientos, los iconos desvaídos y los cirios apagados contaban una historia congelada en el tiempo. Alan encontró una hornacina donde se acomodó, envuelto en su manta. Mientras escuchaba el viento colarse entre las piedras, cerró los ojos e imaginó a Jennel a su lado, compartiendo ese silencio sagrado.
El frío cortante de las montañas de Georgia y Armenia hacía cada noche insoportable. Alan, mal equipado para esas regiones, tenía dificultades para encender fuego. La madera húmeda de los bosques caucásicos era un reto constante: a veces pasaba horas soplando sobre ramitas antes de obtener una llama temblorosa. Mientras tiritaba bajo una manta insuficiente, Alan buscaba desesperadamente refugio. Durante horas exploró el bosque a la luz de la luna llena, sus pies hundiéndose en la nieve costrosa. Cada tronco o sombra a lo lejos alimentaba falsas esperanzas. Por fin, justo antes de rendirse y colapsar de agotamiento —a pesar del apoyo de las nanitas—, divisó una cabaña en ruinas en lo alto de una pequeña cresta.
El interior era oscuro y gélido, pero albergaba una estufa oxidada y algunos troncos secos. Ese fuego, reconfortante y luminoso, le recordó el calor del chalet de Maribor, un bálsamo fugaz ante su creciente aislamiento.
En las montañas de Georgia, los valles estaban salpicados de bosques silenciosos donde la vida animal, una vez más, parecía extinguida. Ni un ruido, ni una sombra en movimiento: solo el crujido de las ramas muertas bajo sus pies. Esa ausencia pesaba más que la soledad misma. En Armenia, los altiplanos áridos ofrecían poco descanso: los lagos cristalinos se extendían como espejos inmóviles bajo un cielo despiadadamente claro. Sus aguas, de una transparencia helada, reflejaban las cumbres circundantes, y al mismo tiempo transmitían una sensación de frialdad insondable.
Alan, al borde de esos lagos, se dejaba atrapar por su silencio, una quietud casi opresiva, como si el tiempo mismo hubiera dejado de fluir.
Esos lagos, con su inmensidad congelada, parecían contener secretos que solo podían ser rozados con la mirada, un eco mudo de la grandeza extinguida de un mundo olvidado.