Las montañas Rocosas se extendían ante ellos, inmensas y silenciosas bajo el cielo gris. El frío se infiltraba a través de sus ropas reforzadas a pesar de las capas aislantes que llevaban. Ingrid, András, Boris y Mehmet avanzaban con cautela, siguiendo antiguos senderos de montaña medio cubiertos por la nieve reciente. Sus pasos dejaban huellas ligeras, pronto borradas por el viento helado que silbaba entre las crestas.
El objetivo era simple, pero arriesgado: encontrar el lugar donde Oluwale había operado, un sitio donde se pudiera atraer a una nave enemiga sin despertar demasiadas sospechas. La vigilancia aún no era total, pero más valía evitar cualquier imprudencia.
El paisaje era una mezcla de majestuosidad y desolación. A su alrededor, los bosques que alguna vez fueron densos estaban ahora reducidos a troncos secos y ennegrecidos por el paso del tiempo y la ausencia de vida. Los ríos se congelaban parcialmente bajo el peso del invierno que se acercaba, y los lagos reflejaban un cielo bajo, presagio de tormenta. A esa altitud, la nieve se acumulaba en los huecos, volviendo incierto cada paso.
Mehmet, que iba en cabeza, levantó la mano y se detuvo bruscamente. El grupo se inmovilizó al instante.
—¿Algo? —susurró Ingrid.
—No… solo una impresión. Sigamos.
Avanzaron media hora más, subiendo por un sendero más empinado, donde la roca asomaba bajo el polvo blanco. Fue entonces cuando un grito ahogado resonó detrás de ellos.
—¡András!
El hombre acababa de desaparecer en la nieve, tragado por una grieta oculta bajo una fina capa de hielo. Solo su mano seguía visible, aferrada al borde.
Boris y Mehmet se precipitaron y lo sujetaron antes de que se deslizara más. Ingrid se inclinó y vio el abismo abierto bajo él.
—Aguanta, te vamos a sacar.
Con un esfuerzo combinado, lograron izarlo hasta el saliente. Pero al apoyar el pie en el suelo, su rostro se contrajo.
—Mi tobillo… —murmuró con una mueca de dolor al intentar ponerse en pie.
La noruega examinó rápidamente.
—Esguince.
—Podré seguir. No hay opción —dijo apretando los dientes mientras Mehmet le envolvía la articulación con una venda.
—No tenemos tiempo para regresar. Estamos demasiado cerca del objetivo —añadió Boris.
Reanudaron su avance, más lentos, pero igual de silenciosos. Sus ojos escudriñaban constantemente el entorno, atentos a las cornisas, al susurro del viento, buscando el más mínimo indicio de presencia enemiga.
Finalmente, tras una subida difícil, alcanzaron un claro con vistas a un lago helado. Ingrid examinó el lugar: era perfecto. Una zona despejada, protegida del viento, y con espacio para una nave.
—Podría funcionar —murmuró, pensando: «Bien hecho, Oluwale».
Alan siguió la visita guiada por Aquiles, explorando los distintos sectores de la nave. Primero observó el sector de la tripulación, donde cada miembro dispondría de un módulo idéntico a los de la Base. Nada inesperado: una organización funcional y depurada, diseñada para la eficiencia.
Luego accedieron a una vasta zona de reunión, con gradas dispuestas en semicírculo que recordaban la plaza central de la Base. Alan notó la disposición de los asientos, la altura calculada de las plataformas y la capacidad del lugar. Ese sería el corazón de los intercambios colectivos.
Aquiles lo condujo después hacia un módulo específico, más amplio y mejor equipado.
—Podría ser el tuyo —precisó la IA.
Alan frunció ligeramente el ceño.
La conversación derivó entonces hacia la elección del comandante. Alan dejó claro que no deseaba realmente asumir ese rol.
Aquiles respondió de inmediato, con voz neutra pero precisa:
—¿Quién ha venido a la nave? ¿Quién asume el riesgo del fracaso? ¿Quién posee más anillos? ¿Quién dirige realmente la maniobra terrestre con su presencia aquí? ¿Quién ha sabido defender el interés de un cambio de modalidades?
Alan guardó silencio un instante. La argumentación era implacable.
Aquiles continuó:
—Si hay éxito, solo puede haber un comandante.
Alan tomó nota de esa declaración, pero no respondió de inmediato.
Continuaron la visita hacia el inmenso sector de los propulsores hiperspaciales, y luego hacia los generadores gravitacionales. Alan reconocía de inmediato la disposición de las estructuras y la función de cada sección. Esa nave había sido concebida con una lógica que comprendía, un esquema que conocía instintivamente.
Entonces formuló algunas preguntas:
—¿Qué cualidades se exigen a los miembros de la tripulación?
Aquiles respondió sin rodeos:
—Cualidades complementarias para constituir una tripulación equilibrada.
Alan frunció ligeramente el ceño.
—¿Con qué objetivo?
—Para constituir tripulaciones equilibradas —repitió Aquiles con tono factual.
Alan no quiso parecer demasiado inquisitivo y preguntó:
—¿Cuántas tripulaciones equilibradas?
—Depende de los datos iniciales —respondió la IA.
Hizo una pausa antes de preguntar:
—¿Cuánto dura el viaje?
—Tres de vuestros días.
Alan cruzó los brazos.
—¿Cuál es la misión de esas tripulaciones?
Aquiles no dejó lugar a dudas en su respuesta:
—Datos clasificados.
Alan esbozó una sonrisa sin alegría. Se lo esperaba.
Pero una inquietud más profunda lo alcanzó.
—Deseo que, tras el despegue de la nave, las Bases queden activadas sin campo de invisibilidad ni de dispersión, pero con un campo antinanites operativo y fijo.
Aquiles respondió de inmediato:
—Eso no es conforme con mi misión de esterilización biológica.
Alan inspiró lentamente.
—¿Sabes qué es una negociación?
—No hay negociación posible.
Alan arqueó una ceja.
—Curioso, porque eso es lo que estamos haciendo desde nuestro primer intercambio.
Se hizo un breve silencio antes de que Aquiles replicara:
—No puede haber posibilidad de vida después de mi partida.