El Mundo de Jennel : 4 - Dama Jennel

Capítulo 1 - Ieya, el fin último

Ieya, hace 100.000 años.

Ieya no era simplemente un planeta, era una anomalía cósmica viviente, un desgarro permanente en el tejido del tiempo. Este mundo parecía obedecer leyes que ningún ser sensato podía comprender. Allí, la temporalidad fluía en corrientes caóticas que moldeaban sin cesar la superficie y la esencia misma del planeta. Algunas zonas permanecían congeladas en el tiempo durante miles de años, mientras que otras sufrían bucles acelerados, proyectando de forma abrupta el futuro o resucitando el pasado.

Existía un desierto rocoso que se extendía por miles de kilómetros, azotado por vientos abrasivos desde eras inmemoriales. Pero, a veces, sin previo aviso, llovían eones condensados en un solo instante, comprimiendo millones de años de erosión y precipitaciones en apenas unos segundos. El desierto se transformaba entonces en un mar interior, sus acantilados disolviéndose bajo el peso de la presión temporal. En unos cuantos latidos, la geografía del lugar se redibujaba, y surgían a la superficie islas rocosas, testigos de un pasado detenido, convertidas en refugios precarios para las escasas formas de vida capaces de sobrevivir a semejante brutalidad.

Hubo una vez un macizo imponente cuyas montañas a veces se convertían en espectros de piedra. Por un fenómeno de inversión temporal, los montes se derrumbaban no a causa de catástrofes naturales comunes, sino bajo el peso del pasado que regresaba para devorarlos. Capas geológicas enteras desaparecían, borradas como si nunca hubieran existido. En otros momentos, las montañas reaparecían, más altas, esculpidas por un futuro incierto en el que glaciares inexistentes las habían pulido. Estas manifestaciones iban acompañadas de vibraciones temporales tan potentes que distorsionaban la percepción del espacio para quienes se atrevían a acercarse.

Hubo un bosque inmenso que ocupaba un profundo valle. Ese bosque era consciente de sus propios ciclos temporales. A veces, los árboles florecían con un ímpetu vital, pero envejecían al instante, marchitándose en minutos antes de volver a brotar como jóvenes retoños. No era raro ver plantas muertas desde hacía milenios resurgir de repente, rejuvenecidas por un bucle temporal. Las criaturas que intentaban sobrevivir allí se adaptaban evolucionando a una velocidad acelerada, viviendo ciclos de varias generaciones en pocos días para poder subsistir ante semejantes perturbaciones.

Incluso los océanos eran víctimas de esta inestabilidad. Se abrían fisuras temporales sobre las aguas. En esos abismos, el tiempo fluía en sentido inverso, absorbiendo todo lo que se acercaba demasiado: peces, olas enteras, incluso fragmentos de cielo, tragados por corrientes invertidas y devueltos a un estado anterior a su existencia. Estas brechas estelares parecían tormentas de energía cristalizada, iluminando las noches de Ieya con tonalidades irreales, desde el azul gélido hasta el rojo incandescente.

Solo unas pocas criaturas lograban sobrevivir a estos caprichos. Los Errantes del Tiempo eran seres semi-materiales, de formas imprecisas, flotando en la frontera entre la existencia física y el flujo temporal puro. Solo eran visibles cuando cruzaban zonas de raro equilibrio, donde el tiempo fluía con normalidad. Parecían tener conciencia de los cambios venideros, deslizándose entre las capas de realidad sin estar nunca del todo presentes.

En Ieya, todo era inestable. Cada paso sobre este mundo era una plegaria dirigida a las corrientes del tiempo. Los paisajes, tan bellos como peligrosos, eran los testigos mudos de una lucha constante entre el orden natural y el caos temporal. Este mundo desafiaba toda lógica. Cada cambio, cada alteración, era al mismo tiempo el principio y el fin de una era.

Ieya, planeta de las infinitas posibilidades, seguía siendo el enigma definitivo, un lugar donde el futuro podía nacer de un pasado olvidado. O desaparecer para siempre en el instante siguiente.

Ieya, hace 10.000 años.

En el planeta inestable de Ieya, los Errantes del Tiempo habían deambulado como sombras silenciosas entre los caóticos flujos del tiempo. Su existencia semi-material, suspendida entre el ser y el no-ser, había estado gobernada durante mucho tiempo por los caprichos de la anomalía temporal que desgarraba este mundo. Pero con el tiempo, aprendieron a escuchar los flujos, a percibir sus patrones, sus latidos irregulares, sus resonancias infinitas.

Y luego, hicieron mucho más que sobrevivir: aprendieron a manipular las olas de la temporalidad. Aprovechando los nudos de equilibrio —esos raros puntos donde el tiempo fluía de forma constante—, comenzaron a erigir santuarios de energía pura. Así nació la civilización de los Precursores, de una sofisticación inimaginable, que vivía literalmente fuera del tiempo, construyendo una sociedad en la que cada instante era esculpido por su dominio de los ciclos temporales.

Las ciudades de los Precursores no se parecían a nada conocido en el universo. Sus estructuras se alzaban en agujas translúcidas de materia cristalina, capturando la luz de los fenómenos temporales como prismas vivientes. Los edificios se extendían más allá de las nubes, y sus cimas a veces se fusionaban con tormentas temporales que circulaban por la atmósfera inestable.

Cada ciudad era un nodo de equilibrio, donde el tiempo transcurría a velocidad constante, formando bolsillos de estabilidad en un océano de caos. Alrededor de estos bastiones se desplegaban campos de extracción energética, enormes dispositivos capaces de captar la energía de las propias anomalías temporales. Estos flujos eran una fuente inagotable de poder, que alimentaba el crecimiento y la prosperidad de los Precursores.

Habían descubierto cómo drenar esa energía sin desequilibrar directamente el planeta. Extraían el exceso de tensiones temporales para alimentar sus tecnologías, reforzando así la estabilidad de los nodos de equilibrio.




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