El sol brillaba en la ciudad, no había llovido en días, el calor era insoportable y aun así debía ir a la tienda para trabajar, hacer algunas cinco tareas que había aplazado hasta que a su maestro se les olvidasen y le pasara de curso así por así.
Se reacomodó la correa de la cartera en el hombro, y siguió caminando bajo el intenso sol hasta llegar a un pequeño puesto, metió la llave por la cerradura al final de la puerta y corrió el metal dejando al descubierto una diminuta bodega a oscuras y a una persona encima del mostrador que le hizo tensar el cuerpo.
— ¿no te había dejado por allá? —le preguntó al cuerpo inerte sobre la tabla, este solo emitió un sonido inteligible, algo así parecido a un gruñido— bájate de ahí, traje agua y un cambio de ropa, toma un cepillo de dientes de la esquina y lávate por favor.
—Gracias—dijo el montículo cobrando vida—eso por eso que te amo—concluyó con una voz zarrapastrosa.
—no lo digas cuando apestas a alcohol, todo apesta ¡¿vomito?! Que asco Yaya, que… asco—se asqueó al levantar la tablilla que le permitía cruzar al otro lado de la tienda, una vez que Yaya se había tirado de la mesa y salido del establecimiento. Frunció el rostro en una cara de asco mientras daba un salto a todo el contenido estomacal de su amiga.
Hablando honestamente, esta hubiera sido ella, si su casa no estuviera a la vuelta de la esquina. Hace unas horas ambas se las habían arreglado para llegar dentro de esa misma tienda, comerse todo lo que pudieran costear, ya que no quería tener que arreglar los números de la contabilidad que para el colmo también tenia que llevar y refrescarse lo suficiente para ir a su casa, tomar una siesta, un baño y desayunar y estar de vuelta a las ocho para abrir la tienda como lo hacía todos los días.
—te tuve que arrastrar a mi casa.
—Sasa… no quiero pisar tu casa a menos que mi vida dependa de ello—añadió Yaya secándose la boca con el reverso de la mano. Se ato el cabello en una cola alta y se dispuso a buscar los instrumentos de limpieza.
—no seas ridícula, mi hermano no quiere meterte la mano desde que salimos de la escuela—dijo poniendo los ojos en blanco, un gesto distintivo de la misma—creo que tendrás que comprarme un nuevo trapeador, también échale algo de cloro y desinfectante de olor, ningún cliente querrá entrar con la peste.
—ningún cliente entra de todos modos—dijo tirando agua al suelo para que se llevase la suciedad—esto esta del asco, no debimos hacer comido todos esos twinkies— finalizo riendo.
Una vez el lugar limpio, Yaya tiro el agua de trapear a la calle, miro el cielo y se sintió a gusto con una brisa que revolvió su cabello, el día era caluroso, pero le agradaba como se sentía el sol en su piel trigueña, subió los brazos al aire y cerró los ojos imaginándose en una pradera y no en medio de un suburbio. Sasa la llamó desde dentro de la tienda.
Sasa tenia los pies sobre el mostrador reclinada de una silla blanca de plástico y la cabeza tirada hacia atrás con el ventilador a toda potencia haciendo vibrar los suministros cuando este rotaba. A los ojos de Yaya, Sasa era hermosa, se veía tan regia en una pose tan trivial. Su estructura ósea, su mandíbula como conectaba con su cuello, su piel perlina llena de lunares y pecas, su cabello rubio platinado bailando en aire del ventilador, el brillo del sudor en su frente cada aspecto de ella le parecía precioso.
—no te me quedes mirando, es espeluznante—interrumpió la rubia. Yaya sonrió y se sentó encima del mostrador.
Así pasaban la mayoría de sus días, sentadas una al lado de la otra en aquel establecimiento que rara vez veía un cliente, comiéndose los dulces y la televisión desde un aparato minúsculo y antiguo que se hallaba en una de las esquinas superiores de la habitación.
—¿no vendrás a casa? Silvia volverá a irse esta tarde, tal vez nos de algo de dinero—preguntó Yaya recogiendo sus cosas, eran las seis de la tarde y ella no había vuelto a casa desde la mañana anterior.
—no lo sé ¿hará cena antes de irse? —
—tendrías que venir para saberlo—Yaya enarcó una sonrisa traviesa, Sasa respondió con un resoplido cansado.
—adelántate, iré cerrando la tienda.
Yaya salió del tienda dando saltitos, mientras que ella se pregunto si realmente tenia ganas de ir a ningún lado, si para algo quería moverse esperaba que fuera para ir a su casa a dormí, entonces pensó en la comida de Silvia, pocas veces la mama de Yaya estaba en su casa, trabajaba fuera y solo venia tres veces al año sin contar una que otra emergencia, después de todo Yaya se las había arreglado sola la vida entera y aunque actuase como un infante, la verdad es que era mucho mas madura que ella.
Cerro la tienda y empezó a caminar hasta la parada de autobús. Se puso los auriculares y se recostó del cristal viendo la gente afuera, la brisa chocaba con su cara volviéndola somnolienta y vio la luna, estaba llena, era gigante y redonda pero aun así extrañaba las estrellas ¿Dónde pudieran estar? Se pregunto viendo su parada acercarse.
Bajo del autobús y camino unos cuantos minutos mas hasta detenerse en el portal de hierro, toco el timbre— ¿Sasa?
— ¿Quién más? —contesto al micrófono.
El portal se abrió y ella camino a través de un gran jardín hasta llegar a la puerta principal de la casa Yaya la estaba esperando junto al marco de la puerta, vistiendo un vestido corto negro y holgado, por lo menos unos de los cien vestidos del mismo estilo y color que disponía en su closet.
Entró a la casa, poniendo su cartera en el lobby, atravesó la sala hasta llegar a la cocina, allí se sentó en el desayunador y olfateo el aroma de la felicidad, era comida hecha en casa, pero no cualquier comida hecha en casa, era la comida de Silvia quien podía combinar lo gourmet con lo mejor de la comida típica y convencional… tal vez era el amor de mama, o quizás solo tenía muy buena sazón.
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Editado: 11.05.2021