El Mundo Entre Nosotras

UNO

La luz de la mañana, filtrándose dorada por los inmensos ventanales que enmarcaban la costa, bañaba de calidez el costoso piano de cola Steinway. April estaba sentada frente al instrumento. Bajo sus dedos, el Valse Nobles et Sentimentales de Ravel fluía con una pasión y una precisión casi absoluta, aunque ella sentía una punzada de frustración por no dominar por completo la pieza. ¡Necesitaba dominarla pronto!, antes de la audición de Juilliard en agosto.

Luego, su madre entró al salón. Lucía exhausta, con algunos cabellos fuera de su habitual moño.

—April, cariño... —dijo con la voz tensa—. Lamento interrumpirte, pero hay que darnos prisa. Los señores Carrington pueden llegar en cualquier momento. ¿Podrías colocar sábanas limpias en los cuartos de arriba?

April detuvo las manos y se levantó de la banqueta con la quietud resignada de quien sabía dónde estaba su sitio. A sus veinte años, la hija de la ama de llaves y el jardinero definía su existencia por la línea invisible pero palpable que separaba a los señores de su servidumbre. Los Carrington eran amables, sí; los trataban con cariño, incluso llamándolos "miembros de la familia" tras décadas de trabajo. Pero la cortesía no era igualdad. April sabía que jamás estarían a su altura, nunca serían verdaderamente parte de su mundo de privilegios. Eran, y siempre serían, solo subordinados, a quienes en los momentos críticos –cuando algo se perdía dentro de la casa o se cometía un error– se les recordaba su suerte de estar allí y cómo, en el fondo, para los señores, todos eran prescindibles.

—Claro, Mamá —respondió, extendiendo las manos para tomar las sábanas blancas y almidonadas.

April subió las escaleras. Una vez en la planta alta, entró en la suite principal de los señores Carrington para cumplir su tarea. Solo después se dirigió al ala de Jake, el primogénito. Con rapidez, quitó el lino de la cama king size y abrió las ventanas. El aire fresco y salino se precipitó en la habitación. Hizo la cama con las sábanas limpias y colocó las almohadas en su sitio.

Luego, abrió la puerta del clóset. Se atrevió a pasar los dedos por las camisetas de Polo y los pantalones khaki, sintiendo la tela cara y esa fragancia que la arrastró de regreso en el tiempo. Cerró los ojos. Y entonces vino el recuerdo...

Dos veranos antes, April y Jake habían robado unas botellas de vino del almacén del Señor Carrington y las bebieron a hurtadillas. Entre risas y confidencias, él se le acercó, sus ojos azules fijos en ella.

Sus bocas se encontraron con un descubrimiento voraz, hambriento. Ella, inocente y perdidamente enamorada, se rindió al deseo. Las manos grandes y ásperas de Jake exploraron su cuerpo bajo la ropa, sosteniéndola contra él.

Me gustas tanto, April... siempre me has gustado —susurró, la voz gruesa.

Jake le bajó los tirantes del vestido y besó la piel desnuda de sus hombros. Ese contacto, delicado pero urgente, encendió en ella un fuego irresistible, y solo pudo gemir:

Oh, Jake —entregándose, con el corazón desbocado.

Pero al día siguiente, April se había despertado sola, sin rastro de Jake. Cuando se encontraron más tarde, ella le dijo que debían hablar. Él, sin embargo, le dedicó una sonrisa divertida, ese gesto de heredero que está acostumbrado a que le perdonen todo.

Dejémoslos para más tarde, ¿sí? La cabeza me martillea, y tengo todo en blanco... Bebí demasiado, y perdona si me puse fastidioso, sé que cuando me emborracho, digo estupideces... por favor, no tomes nada de lo que dije en serio —expresó, y su tono, condescendiente y egoísta, fue un balde de agua helada, una humillación.

April se dio cuenta: Jake Carrington solo la veía hasta donde su privilegio le permitía. Ella era su distracción, la muchachita con la que se divertía cada verano, pero no una a la que tomaba en serio para su futuro. Su enojo hacia él, y hacia sí misma por haber permitido que las cosas avanzaran hacia ese punto, era la gasolina de su ambición. Ahora no esperaba nada de él. Los juegos infantiles, el coqueteo, esos estúpidos sentimientos, todo había quedado en el pasado. Ella solo estaba comprometida en una cosa: conseguir esa beca en Juilliard y cambiar su destino.

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Horas más tarde, el crepúsculo caía cuando el silencio de los Hamptons se rasgó con el ruido de tres vehículos que entraron por la verja.

En la camioneta de vidrios ahumados iban los señores Carrington, seguidos por el coche que transportaba a los guardaespaldas. En el tercero, un descapotable brillante, llegó Jake, alegre, guapo y junto a una sofisticada dama.

Afuera, en el camino de entrada, Joe, el padre de April, se acercó a recibir a sus jefes. Jake se bajó del descapotable, se acercó al viejo jardinero y le dio un abrazo.

—Siempre es bueno verte, Joe.

—Noto que viene acompañado este verano, joven Jake...

—Oh, sí... Ella es Isabelle. ¡È la mia... Bellissima...! —dijo con un tono exagerado, alargando las vocales y forzando el acento, buscando sonar intencionalmente ridículo.

La muchacha, una belleza clásica, se echó a reír con suavidad.

—Tu italiano es terrible, Jake.




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