A pesar de tener a la elegida delante de sí, no estaban seguros. Por el contrario, eran perseguidos para ser asesinados. Huir era la mejor opción ahora que sabía que sus ojos contemplaban a la pequeña que restauraría la paz. Con una revelación como la suya, sin dudas que Garra lo habría sentido y vendría a por ella.
Era tiempo de la retirada, la primera de sus tiempos de guerra. Phoenix se aferró de la niña y huyó de los bichos que restaban. Erika no lograba comprenderlo. Jamás había visto a su maestro abandonar una batalla, mucho menos si era una que podían ganar.
-¡Erika! -llamó entonces-. Es hora de irnos.
-Pero podemos con ellos.
Lo que su aprendiz miraba eran nada más que tres, el remanente del escuadrón que había llegado por los dos magos y la niña. Pero no sabía que se movilizaba el más grande ejército de su majestad, con deseos de capturar a la elegida que emergía de las cenizas de su mundo.
Desde el horizonte fue posible ver la bruma de monstruos que arrazaba con todo a su paso, amenazados por su rey, condenados a atrapar a los reveldes para sobrevivir. A su paso, incluso a estadios de distancia, la tierra temblaba como terremto que sobrevenía.
Erika decidida, venió a quienes les quedaba y siguió a su maestro desde cerca. Si nunca había sentido miedo, ahora era el momento perfecto. Los emosarios de Garra jamás habían salido en un operativo tan masivo. Eran poderosos, su entrenamiento nunca se compararía al de un bicho, pero en una abalancha de ellos no tenían ninguna posibilidad, menos si era necesario proteger a una niña. Corrieron indetenidamente, huyendo desesperados. La velocidad de los monstruos horripilantes era demasiada como para burlar. Tal vez se tratara de la únca vez en que el bosque no podría protegerles.
La pequeña solo tenía una pregunta que hacer:
-¿Mis padres... les han visto?
El maestro no sabía cómo responder a esa pregunta. La verdad no parecía ser la mejor opción en ese momento y mentir no solía ser el mejor camino para conseguir la confianza de un aprendiz.
-Ellos dijeron que ustedes vendrían por mí. ¿Ellos no volverán?
-Claro que lo harán, pequeá -respondió Phoenix-. Yo les traeré de vuelta si es necesario.
-Estarán bien. -La confianza de la niña parecía ser superior a la que Erika tenía de sí misma-. Han estado en apreitos antes y han salido sin ningún problema.
Ingresaron al bosque sin detenerse pero los bichos no dejaban de perseguirles. La estrategia tendría que ser otra.
-Erika -llamó-. Toma a la pequeña y huyan a la guarida. Detendré a los emosarios de Garra para que no puedan encontrarles. Cuando ya sea seguro, ire por ustedes.
Su aprendiz solo asintió con la cabeza y marchó. Había aprendido a obedecer, aunque la orden fuera un tanto descabellada. De nada le servía cuestionar las decisiones de su maestro ni desconfiar de sus habilidades. Tenía muy en claro cuál era su posición y qué debía hacer. Phoenix jamás había necesitado ayuda. Esta vez no sería diferente.
La guarida, con un hechizo de ocultismo y protección no sería hallada a no ser que les siguiesen hasta la entrada. Eso era lo que quería evitar el guardián. No estaba enteramente seguro de lo que haría, pero debía darles tiempo.
Las ordas llegaron apresuradas. Venían como bestias salvajes siguiendo un rastro fresco. Eran demasiados para la vista, imposibles de contar. Sus especies y poderes diferían uno del otro, habiendo de todos los guerreros que el rey tenía. Estaba claro que no dejaría a la elegida sin destruir. A la entrada del bosque, Phoenix se mantuvo en pie y esperó a los millares de bichos.
Delante de él levantó un campo de fuerza, un escudo de energía mágica invisible, que impedía su paso y todo lo que pudiesen arrojar. Los primeros al verle allí, corrieron hasta estrellarse. Cada golpe era una nueva contución en el poder vital de Phoenix. Sus fuerzas no serían ilimitadas y no soportaría la presión de tantos monstruos. Con toda su concentración en un truco de protección, los ataques eran imposibles. Levantar un campo de fuerza capaz de proteger desde la superficie de la tierra hasta las copas de los árboles requería más que solo saber.
Cuando entendieron que no era posible cruzar, se detuvieron. Los montones de bichos eran inmensos y no dejaban de llegar. Como hormigas tras un insecto, seguían uniéndose a la batalla desde el horizonte. Delante de él, veía una cortina uniforme formada por sus cabezas, que llegaba hasta donde sus ojos podían ver. Frente a él, separado por medio metro y un escudo invisible, un bicho le miraba, mostrándole sus espantosos dientes y rasguñando el escudo, deseando estar del otro lado.