El pasillo del instituto siempre huele a desinfectante barato.
Axel camina con la mochila apretada contra el pecho, como si fuera un escudo. A su alrededor, las voces suenan más fuertes de lo normal, las risas más hirientes.
—Eh, Axel, ¿le hablaste ya a tu novia del Minecraft? —grita uno desde atrás.
Risas.
Axel no responde. Nunca responde. Aprendió que el silencio duele menos que dar explicaciones.
A veces se pregunta si la invisibilidad duele más que la burla. Todavía no tiene una respuesta clara.
Entre el ruido, pasa Kiel, rodeado de su grupo habitual.
Ríe, bromea, da palmadas en la espalda, como si el mundo entero le perteneciera. Axel apenas lo ve. Para él, Kiel solo es una figura más en el fondo del escenario, brillante y distante.
Pero para Kiel… Axel a veces ni siquiera existe.
En otro punto del día, mientras Axel almuerza solo en una mesa del patio, Kiel discute con uno de sus amigos sobre un truco de skate que casi termina en desastre. Ríen, y por un momento parece genuino. Pero luego el teléfono de Kiel vibra.
Un mensaje de su padre.
Tres palabras.
“Hablamos en casa.”
Y la risa se apaga.
Nadie lo nota. Nadie nunca nota nada.
Axel, a unos metros de distancia, levanta la mirada solo por un segundo. No sabe por qué. Tal vez porque el ruido bajó, o porque algo en esa mirada. Esa sombra fugaz que cruza el rostro de Kiel, le resulta familiar.
No lo piensa demasiado.
Solo vuelve al libro que tiene entre las manos, fingiendo que no sintió nada.
A veces las historias no comienzan con un encuentro.
A veces empiezan con dos vidas que se rozan apenas, sin saber que pronto van a colisionar.