No dejaba de pensar en él.
En cómo Bruno lo había golpeado sin razón, en cómo lo vi encogerse bajo los golpes y en lo que sentí al interponerme. No lo pensé, simplemente lo hice. Fue instinto, o algo parecido. Pero desde ese momento, la escena no dejaba de repetirse en mi cabeza: Axel encorvado, el miedo en sus ojos, el temblor leve de sus manos, y luego… ese instante.
Cuando apoyó su cabeza en mi hombro. No dijo nada, y yo tampoco. El silencio fue suficiente. Un segundo que no debería haber significado nada… y, sin embargo, lo cambió todo.
Desde entonces, algo en mi pecho no se calmaba. No era culpa, ni orgullo. Era otra cosa. Una sensación de haber hecho lo correcto, pero también de haber cruzado una línea invisible.
No lo conocía realmente, apenas había escuchado su voz, pero su mirada me seguía a todas partes. Me la encontraba en los pasillos, en los reflejos de las ventanas, incluso en el agua del grifo cuando me lavaba la cara.
Cerré los ojos e intenté distraerme. No funcionó.
El sonido de la puerta de la casa me sacó de mis pensamientos. Mi madre acababa de llegar, el eco de sus tacones resonando por el pasillo. Ni siquiera me miró al pasar, solo dejó su bolso sobre la mesa y se dirigió directamente a su habitación, como si yo no existiera.
—Hola, madre —murmuré, sin mucha esperanza.
Ninguna respuesta.
Solo el ruido de la puerta cerrándose detrás de ella.
Me quedé sentado en el sillón del salón, observando la sombra de su figura desaparecer. Esa era nuestra rutina: su presencia siempre distante, su voz reservada para los reproches o los silencios. Tal vez por eso no soportaba ver a otros siendo golpeados, callados, reducidos a nada. Porque sabía cómo se sentía.
Suspiré y apoyé la cabeza en mis manos.
Pensé en lo que habría pasado si no me hubiera metido. Si hubiera mirado hacia otro lado, como hacen todos.
Pensé en Axel, en cómo su respiración temblaba. En cómo no pidió ayuda, pero tampoco la rechazó.
Había algo en él que no encajaba con el resto del mundo: una calma triste, una forma de existir en silencio que se me había quedado grabada. Y ahora, sin entender por qué, quería volver a hablarle. Saber más. Ver si esa mirada tenía algo de mí.
El reloj marcó las once. La casa estaba en penumbra, igual que siempre.
Pero esta noche algo era distinto.
Por primera vez en mucho tiempo, no me sentía completamente solo.