La noche estaba tan quieta que el silencio parecía hacer ruido.
El ventilador giraba lento, empujando el aire denso de mi habitación. La luz del pasillo se colaba por debajo de la puerta, una línea dorada en medio de la oscuridad.
Tenía los ojos abiertos, mirando el techo, pero no veía nada.
Mi mente no sabía descansar.
Cuando todo estaba en calma, era cuando los recuerdos aprovechaban para volver.
Primero llegaban en imágenes sueltas: una botella cayendo, un grito, el sonido seco de un golpe.
Y después, como si alguien abriera una puerta que nunca debía abrirse, llegaba su voz.
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(“Flashback”)
—Mírame cuando te hablo, Axel.
La oía tan clara que por un segundo pensé que estaba en la habitación.
Me incorporé un poco, respirando hondo. Pero el aire pesaba.
Cerré los ojos y lo vi otra vez.
Su cara roja, los ojos llenos de rabia.
El olor a alcohol. El temblor en mis manos.
—Siempre lo haces mal —decía—. Todo. Siempre.
Y después… el silencio.
Ese silencio que dolía más que los gritos.
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Golpeé la almohada con el puño, intentando sacarlo de mi cabeza.
Pero era inútil.
Los recuerdos no se borran, solo aprenden a esperar.
No recordaba exactamente cuándo empezó a odiarlo.
Quizás fue el día en que mi madre sangró en el suelo y él se fue como si nada.
O el día que me dejó solo con mi hermana, diciendo que no quería vernos más.
Quizás lo odié desde antes, cuando aún creía que podía cambiar.
Me levanté de la cama y caminé hasta la ventana. Afuera, las luces de la calle se reflejaban en los charcos de la lluvia de esa tarde.
Todo se veía tan tranquilo… tan diferente a lo que sentía por dentro.
Apoyé la frente contra el vidrio frío.
El reflejo me devolvía una versión de mí que a veces no reconocía: los ojos cansados, el gesto tenso.
A veces me preguntaba si eso era lo que él veía cuando me miraba.
Si eso era lo que lo hacía enfurecer.
Me estremecí.
No quería parecerme a él. Jamás.
No quería llevar nada suyo dentro.
Pero los recuerdos insistían.
Cada palabra, cada empujón, cada noche sin dormir.
Y aunque él ya no estaba, seguía aquí.
En el eco de los ruidos. En la forma en que me sobresaltaba cuando alguien levantaba la voz.
En la culpa absurda de no haber podido hacer nada por mi madre.
Me dejé caer otra vez en la cama, mirando el techo.
Quería dejar de pensar. Solo eso.
Dejar que todo se apagara un rato.
Y por un momento, justo antes de dormirme, una imagen distinta se coló entre los recuerdos: una risa.
No la suya.
Otra.
Más suave, más limpia.
Kiel, sonriendo.
No supe por qué, pero esa imagen fue lo único que logró calmarme.
Solo por un instante, el ruido desapareció.
Y el silencio, por primera vez, no me dio miedo.