El sol caía lento sobre la nueva casa.
Las cajas ya estaban casi vacías, las risas todavía flotaban en el aire y el olor a pintura nueva se mezclaba con el del café que Axel había preparado. Todo parecía pequeño, imperfecto, pero lleno de algo que no se podía explicar.
Tal vez era paz. O amor. O ambas cosas.
Kiel se dejó caer en el sofá, aún con las mangas remangadas, mirando cómo Axel luchaba con una cortina rebelde.
—Podrías dejarla y admitir que ganó —dijo, riendo.
—Jamás —respondió Axel, girándose con una sonrisa traviesa—. Esta casa va a quedar perfecta.
Kiel lo observó unos segundos. A veces no podía creer que estaban ahí. Que lo habían logrado.
Un golpe en la puerta interrumpió el momento.
Luna y Noah aparecieron con una bolsa de comida y su entusiasmo de siempre.
—¡Entrega especial para los recién mudados! —anunció Luna.
—Y postre —añadió Noah, levantando una caja con pasteles.
Kiel los dejó pasar riendo. El perro de Axel, que ahora era “de ambos”, corrió hacia ellos moviendo la cola como loco.
Comieron juntos en el suelo, sin mesa, rodeados de cajas abiertas y vasos desiguales.
Noah contaba anécdotas, Luna reía con la boca llena y Axel se recostó contra Kiel, medio dormido, con esa tranquilidad que solo se tiene cuando uno está justo donde quiere estar.
—No puedo creer que estemos aquí —murmuró Kiel, jugando con el cabello de Axel.
—Yo sí —respondió Axel, sonriendo—. Siempre supe que íbamos a llegar.
—¿A una casa llena de cajas y sin cortinas? —bromeó Noah.
—A algo mejor —dijo Axel, mirando a Kiel—. A un lugar que se sienta como hogar.
El silencio que siguió fue suave, cómodo.
Afuera, el cielo se pintaba de tonos rosados, y las primeras luces del vecindario se encendían. Luna se levantó para mirar por la ventana y sonrió.
—Es bonito. Ustedes son bonitos —dijo—. Me alegra tanto verlos así.
—Y nosotros a ustedes —añadió Kiel—. Siempre fueron parte de esto, de lo que somos ahora.
Cuando el reloj marcó las nueve, Luna y Noah se despidieron entre abrazos y bromas, prometiendo que el domingo volverían para ayudar con la decoración.
El perro ladró mientras los veía irse y, de pronto, la casa quedó en silencio otra vez.
Axel apoyó la cabeza en el hombro de Kiel.
—¿Sabes qué me gusta de esta casa? —preguntó en voz baja.
—¿Qué?
—Que no importa si está vacía o desordenada. Mientras estés tú, se siente llena.
Kiel sonrió y lo abrazó más fuerte.
—Y tú haces que todo valga la pena —susurró.
Afuera, las luces de la calle se reflejaban en las ventanas nuevas. El viento movía las hojas del jardín, y la risa de Axel aún flotaba en el aire.
Esa noche, mientras el perro dormía a los pies del sofá y el reloj marcaba las once, ambos se quedaron mirando el techo, sin decir nada.
Porque ya no hacía falta.
Tenían una casa.
Tenían un futuro.
Y, sobre todo, se tenían el uno al otro.