Diez años pasaron desde aquel día en que el corazón de Don Elpidio se había quedado desecho en pedazos, suspirando por aquellos viejos tiempos. El, ya estaba convencido de que nada era igual, así pues, que atrapado en su propia pasión, y con ayuda de su esposa, recreó en una habitación de su casa, su vieja oficina.
Montañas de periódicos amontonados, que estrechaban el lugar, dejando un espacio tan minúsculo que apenas se podía caminar. Al fondo, a unos diez pasos, y debajo de una vieja lámpara que colgaba de la pared, el pequeño escritorio de caoba, con el espacio suficiente para colocar la taza de café, la adorable máquina de escribir y alguna que otra libreta pequeña de las anotaciones.
En ese tiempo, Don Elpidio se ató en aquella rutina, como deseando no despertar jamás y quedarse perpetuo en ese rincón que tantos recuerdos le traía. Ya no sabía si era el sonido de su máquina de escribir, o el olor de aquellos periódicos envejecidos como él; o el aroma de aquel café mañanero, que colocaba encima de la mesa su esposa, al igual que los periódicos del día.
Una mañana, después de hacer la rutina de los últimos diez años: recoger el periódico, colar el café, colocarlo sobre aquella mesita de caoba, en aquella habitación a media luz, darle un beso en la frente a su esposo y desearle buena suerte con su nuevo artículo, doña Ramona, la esposa de Don Elpidio, caminó a la cocina, a limpiar los trastes de la cena de la noche anterior. Desde allí, y cada mañana, escuchaba el sonido de aquella máquina de escribir retumbar entre los periódicos un nuevo poemas de su esposo, (poema porque para Don Elpidio el periodismo era eso, poesía), ya era melodía para sus oídos y en cierto modo ya lo había hecho parte de su vida.
Pero ese día algo pasó, un sonido envolvente, no se escuchaban las teclas golpear el papel. Fue extraño la perpetuidad de aquel silencio. Así pues, que doña Ramona, con un vaso de cristal a medio limpiar en la mano, caminó despacio a ver si algo sucedía. Su corazón decía que algo extraño pasaba.
Se asomó a la puerta, traslúcida. Observó aquella silueta que estaba no más de diez pasos de ella, en medio de millares de viejos periódicos. Inclinado, con la cabeza caída y un brazo casi topando el suelo.
El vaso de cristal cayó de aquella mano sin permiso alguno. Y la mano, involuntariamente se acercó a los labios de doña Ramona, como queriendo hacerle guardar silencio y no llorase. Se aproximó a su esposo. Observó detenidamente el escenario, como con temor a acercarse, o más bien sin fuerzas para hacerlo. Don Elpidio se había marchado. Los ojos de doña Ramona se llenaron de lágrimas y solloza pudo leer lo que Don Elpidio había comenzado a escribir aquella mañana, el titulo decía “El nido de las ratas”, y sólo eso.