Kenneth
El día ha sido demasiado sofocante. No he hecho ni una maldita tarifa y la desesperación empieza a escalar por mi cuerpo como una fiebre que no baja. Me dejo caer en el sofá de nuestro pequeño apartamento, con el estómago retorciéndose por el hambre y la cabeza llena de pensamientos oscuros. Rebusco algo de comida, cualquier cosa que me haga sentir menos vacío.
—¿Qué pasa, hijo? —pregunta mi padre desde la cocina, con ese tono sereno que aún conserva, a pesar de todo lo que hemos pasado.
—Pa, el trabajo, no avanza. Tú sabes muy bien cómo es esto —respondo, intentando sonar fuerte, pero incluso mi voz se escucha vencida.
—Sí... y lo peor es que no puedes trabajar por tus papeles.
—Exacto. Por mis malditos papeles —murmuro, entre dientes—. Me voy a volver loco.
—Contrólate. Algún día te saldrá un trabajo. Todo es pasajero, hijo.
—No, padre. No saldrá. Y lo siento... lo lamento tanto. Estoy así por mi culpa. Por haber hecho ese escándalo en la empresa cuando te despidieron injustamente.
—No es tu culpa, Kenneth. Tampoco fue tu culpa defenderme. Es el sistema, las personas que ya no tienen corazón.
Respiro profundo. El silencio pesa. Pero mi padre se acerca y deja un plato frente a mí.
—Te preparé algo delicioso. Come. Luego sal a buscar clientes, quizás tengas suerte en la tarde.
—Gracias, Pa. Lo haré —le digo, con un bufido de cansancio antes de atacar la comida.
Espero que al menos consiga algo bueno. Además de ser driver, no tengo muchas opciones, y el dueño del coche en cualquier momento me lo va a quitar. Si eso pasa, estoy jodido. Ni cómo pagar el apartamento. Desde que papá quedó sin trabajo, y a mi me despidieron por agredir al gerente, todo ha sido cuesta arriba. Después de que armé ese escándalo en la empresa nos corrieron como un perro, perdí mis documentos, mi licencia. Ahora estoy vetado de todos lados.
¿Cómo pudieron echar a mi padre por algo que no cometió? ¿Cómo pudieron humillarlo así? No lo iba a permitir. Jamás. No mientras yo respire.
Termino de comer, me cepillo los dientes rápido y me pongo una chaqueta. Son las tres de la tarde. Buena hora para encontrar clientela. Me coloco los guantes, el audífono. Listo.
—Me voy, padre.
—Ve con cuidado, querido hijo.
—Gracias, pa.
Salgo del apartamento, enciendo el motor del auto y reviso todo en orden. Pero apenas estoy por arrancar, suena el celular. Es mi jefe.
—¿Cómo estás, Kenny?
—Bien, señor.
—¿Ya estás en la calle? Porque parece que no estás trabajando...
—Tuve un problemita en casa, pero ya lo solucioné.
—Trata que esos problemitas no afecten tu trabajo. Recuerda que debes darme la cuota de hoy, y ya son más de las tres...
—Sí, señor. No se preocupe. Voy en camino.
—Cuida ese auto. No es gratis. Si le pasa algo, lo pagas tú.
—Tranquilo. No pasará nada.
Cuelgo con fuerza el celular. Ese hombre me tiene harto. Siempre es lo mismo. Presión, amenazas, desconfianza. Pero trago saliva y salgo. Comienzo a recorrer la ciudad, pitando, buscando clientes.
Finalmente, una chica sube al auto. Me sonríe.
—Por favor, ¿me llevas a la avenida Crusher?
—Sí, claro.
Por fin, algo. Esa calle es bastante lejos. Me animo. Al llegar, ella saca un billete.
—Lo siento, señorita. Son más de $10. Esa zona está lejos.
—Solo tengo esto, acéptalo —responde con indiferencia.
—Eso afecta, señorita. El precio está claro.
—¿Y no eres un caballero? —pregunta, con desdén.
—Lo siento, señorita. En este trabajo no hay caballeros. Este auto no es mío, y yo me estoy ganando la vida.
—Qué grosero eres. Guapo, pero grosero...
No digo nada más. Me callo y sigo mi camino.
Minutos después, una señora me hace señas. Me detengo.
—¿Para dónde va, señora?
—Al hospital Margarita, por favor.
—Son $10.
Ella asiente, saca el billete y me lo da.
—Muchas gracias —le digo con sinceridad. Por lo menos alguien con responsabilidad.
A diferencia de la anterior, toda maquillada y vestida como modelo, que ni siquiera quiso pagar lo justo.
Más tarde, me estaciono en uno de los parqueos frente a un hotel inmenso. Tal vez alguien salga y necesite transporte. Suelto un bufido, exasperado. El día está terminando. Ya cansado, regreso a la base, entrego la cuota.
—Muy bien, al menos cumpliste. ¿Cómo te fue?
—Logré hacer la cuota, no se preocupe.
Me da $10.
—¿Y qué hago con esto? —le pregunto, molesto.
—Debes aprender a salir de madrugada. Créeme, te irá mejor.
—¿Usted cree?
—Seguro. Ve a descansar. Mañana ven temprano por el coche.
Sin más, subo al metro. Miro la hora. Estoy desesperado. ¿Qué voy a hacer con $10? Me odio por haber hecho esa estupidez, por perder la licencia. No sirvo para nada. Sin embargo no me arrepiento para nada, en lo absoluto.
Llego al supermercado, compro algo sencillo de comida y subo al apartamento, las gradas de dos en dos. De pronto escucho la voz de mi vecina.
—¡Oye, rubio!
—¿Dígame?
—Ven. Se me rajó una tubería en el baño. Te pagaré $20 si me ayudas.
—Claro, espere, solo dejo estas cosas.
Voy con papá, dejo la compra.
—Mira, te traje esto para la cena.
—Hijo, no es necesario la carne, tenemos lo importante.
—No te preocupes. Vuelvo en un rato, haré un trabajito.
Toco la puerta de la vecina. Al entrar ella me lleva directo al baño. Me pasa herramientas. Me pongo manos a la obra, pero la veo de reojo: de pie, con solo un bra y un short minúsculo. Su mirada es provocadora. Me enfoco. Termino el trabajo. Me paga $20, pero al pasarme el billete, aprieta mi mano.
—Si quieres, puedo darte algo más... y la pasamos bien.
—Lo siento, tengo novia.
—¿Y eso qué importa? No está aquí...
—No, gracias. Hasta luego.
Salgo de inmediato, subo al apartamento. Mientras preparo chocolate caliente con galletas de avena, recibo una llamada. Katia.