La lluvia llevaba cayendo tres días seguidos. En Escocia eso no era raro, pero para Ian, el sonido del agua se había convertido en el reloj de su vida.
Las gotas golpeaban el techo como si alguien tocara un tambor lento y triste.
Él estaba de pie frente al fregadero, con las manos rojas y arrugadas por el jabón.
El agua helada le cortaba la piel, pero no se quejaba. Nadie en esa casa escuchaba cuando hablaba.
Su madre dormía en el sillón desde hacía horas. En la cuna, el pequeño Ben lloraba débilmente, pidiendo atención.
—Ian… cállalo ya… —murmuró ella sin abrir los ojos.
—Sí, mamá.
Ian dejó el trapo, se secó las manos en su camisa y fue hasta la cuna.
El bebé dejó de llorar apenas lo alzó.
—Tranquilo, pequeño. Ya pasó… —susurró Ian, meciéndolo mientras miraba la ventana empañada.
Afuera, el cielo era de un gris que parecía infinito.
Entre la neblina vio una figura: alguien sostenía un paraguas azul en medio del camino.
No se movía, solo estaba ahí, quieto.
Ian parpadeó. Cuando volvió a mirar, la figura ya no estaba.
Se estremeció.
No supo si había sido su imaginación o algo más.
Apretó a Ben contra su pecho y pensó:
"Tal vez los que se sienten solos empiezan a ver cosas…"
Editado: 12.11.2025