A la mañana siguiente, Ian fue a la escuela.
El camino estaba lleno de charcos y el viento le golpeaba la cara.
Sus zapatos estaban tan gastados que el agua se colaba por las suelas.
Llevaba en el bolsillo una manzana vieja, su almuerzo de todos los días.
En clase, la maestra habló de la lluvia y de los ríos, pero Ian no la escuchaba.
Dibujaba en su cuaderno un paraguas azul.
Cuando lo terminó, la tinta del lápiz se corrió como si las gotas del dibujo fueran reales.
—Ian —dijo la maestra con voz firme—, ¿otra vez soñando despierto?
—Lo siento, señora.
Los otros niños rieron, pero Ian apenas lo notó.
Mientras guardaba sus cosas, vio por la ventana… y allí estaba otra vez.
El mismo hombre, el mismo paraguas azul, parado al otro lado del camino, mirando hacia la escuela.
Esa noche, cuando volvió a casa, su madre estaba de mal humor.
El suelo estaba lleno de botellas vacías y platos sin lavar.
—Ian, ¿por qué no limpiaste bien el piso? —gritó ella.
—Estuve en la escuela, mamá.
—¡Excusas! No haces nada bien.
Ian bajó la cabeza. Tomó el balde, el trapo y se puso a limpiar en silencio.
Cada movimiento era un intento de no pensar.
Pero al levantar la vista hacia la ventana, lo vio otra vez.
Bajo la lluvia, el hombre del paraguas azul lo observaba, inmóvil.
—¿Quién eres? —susurró Ian.
El hombre levantó la cabeza, y aunque estaba lejos, Ian juró ver una sonrisa.
Y luego… desapareció.
Editado: 03.11.2025