El camino hacia el norte era largo y solitario.
Los campos estaban cubiertos de niebla, y el sonido de sus propios pasos lo acompañaba como una canción.
Ian caminaba con el abrigo empapado y las manos heladas, pero en el pecho llevaba algo que lo mantenía en pie: esperanza.
A veces, se detenía bajo los árboles para descansar.
Leía un fragmento del libro de leyendas o tocaba la melodía del cielo gris con su flauta.
Y cada vez que lo hacía, el viento cambiaba, como si alguien lo escuchara.
Al caer la noche, llegó a una estación abandonada.
Se acurrucó en un banco de madera y abrió su cuaderno.
Escribió:
“Día uno: he dejado la casa.
No sé a dónde voy, pero siento que el cielo me observa.
Si estás ahí, papá, espérame.”
De pronto, escuchó pasos.
Levantó la mirada.
En el extremo del andén, entre la neblina, estaba el hombre del paraguas azul.
El corazón de Ian latía con fuerza.
El hombre no se movía, solo lo miraba.
—¿A dónde debo ir? —preguntó el niño.
El hombre levantó el paraguas y señaló hacia el norte.
Y aunque no dijo una palabra, Ian entendió:
su viaje apenas comenzaba.
Editado: 03.11.2025