El tercer día de camino, Ian llegó a un pequeño puerto de madera.
El lago seguía a sus espaldas, y el olor a sal y algas llenaba el aire.
Allí, entre redes y gaviotas, vio a una niña sentada sobre una caja, con una trenza desordenada y los pies descalzos.
Tocaba una armónica.
—Tocas bonito —dijo Ian.
Ella levantó la vista.
—No tanto como tú con esa flauta —respondió sonriendo—. Te escuché anoche, desde mi casa.
—Ian —dijo él, extendiendo la mano.
—Clara —respondió ella, estrechándola.
La niña tenía los ojos color gris, como el cielo antes de la lluvia.
Vivía con su abuela, una mujer que vendía flores secas y medicinas hechas con hierbas.
Cuando supieron que Ian viajaba solo, la abuela lo dejó quedarse unos días.
—Tu corazón lleva tormenta, muchacho —dijo la anciana mientras servía té—. Pero también lleva luz.
Esa noche, Ian y Clara hablaron bajo las estrellas.
Ella le contó que su madre había muerto en un incendio, y que su padre era marinero.
Ambos comprendieron que compartían algo: la soledad.
Editado: 12.11.2025