Había una vez un niño de doce años llamado Ángel que vivía en un pequeño y hermoso pueblo de la sierra. Era un lugar tranquilo y sencillo, con casas blancas, empinadas colinas y estrechas calles, rodeado de un mar de antiguos olivos. Allí no había grandes mansiones, solo hogares de gente humilde dedicada al campo, que cuidaba sus huertos y, cuando llegaba el momento, cosechaba las preciadas aceitunas.
Ángel siempre había sido un niño alegre y feliz, risueño y juguetón. Era feliz, original, espontáneo y curioso, pero ahora herido. Últimamente encontraba consuelo perdiéndose entre los olivos, lejos de sus miedos y tristezas.
Ángel tenía dos padres, algo que el niño ni siquiera se planteaba que fuese raro, lo que sí le preocupaba, y mucho, era que uno de sus padres, Sergio, estaba enfermo, bastante enfermo por lo que pudo averiguar. Los adultos decían que tenía cáncer. Había oído decir que no tenía cura, lo cual le parecía muy injusto.
El niño evitaba estar en casa, donde ahora solo encontraba dolor, caras serias, tristeza y enfermedad. No soportaba ver a su padre postrado en la cama cada dos por tres, sin fuerzas, sin ganas de hablar, con una expresión desconocida que le provocaba angustia, tan diferente a la que siempre había tenido, sonriente, bromista, seria cuando le estaba regañando... ¡oh, cuanto daría porque su padre le volviese a regañar! En los escasos momentos en los que lo llamaba su padre, él huía llorando, buscando refugio entre los olivos. Llegó hasta un promontorio donde se encontraba el olivo más antiguo y allí, exhausto, se sentó apoyado en el árbol, llorando y gritando al atardecer. Fue entonces cuando cayó en la cuenta que alguien le estaba observando. Cerca de allí vio una pequeña cabaña de madera muy vieja y destartalada. Desde una de sus ventanas vio a una persona que le estaba mirando. Era un anciano canoso y delgado, de cara estrecha y morena, con infinidad de arrugas. ¿Cuantos años tendría? ¡Parecía viejísimo!
El viejo le hizo un ademán con la mano invitándole a ir a acercarse. Titubeando Ángel se acercó a escasos metros de la ventana por dónde se asomaba el hombre.
- Niño, ¿qué te pasa, y ese grito?
- Mi padre está malo, dicen que no se va a curar, y no me parece justo.
- ¿Tú eres el hijo de esos dos hombres que viven juntos?
- Ey, que están casados, no solo "viven juntos".
- Bueno, bueno, lo que sea... sé lo que le pasa a tu padre, nada bueno. Y no tiene remedio, así que asúmelo, cuanto antes lo hagas mejor.
- No puedo- dijo Ángel lastimeramente.
- Te aferras a un pasado que ya no va a volver, niño. En fin, perdona, a veces soy un poco duro. Hummmmmm, ¿sabes cuantos niños han venido aquí a llorar bajo ese olivo? - le preguntó señalando con una mano callosa al árbol al que había ido a llorar.
- No, ni idea.
- Muchos, ni me acuerdo. Pero lo que sí sé es que tus lágrimas no son en vano.
- De todas formas no es asunto tuyo, solo eres un viejo que vive aquí solo y no habla con nadie.
- Vaya, que impertinente. Si vienes a llorar aquí, es asunto mío, niñato. Así que me vas a escuchar porque te voy a contar una historia. Olvidarás tus problemas durante un rato y mal no te hará, ¿a que no?
- ¿Qué historia? No sabes que tipo de historias me gustan - dijo Ángel.
- Cualquier historia, si es buena y aprendes algo merece la pena, pequeño borde. Así que calla y escucha atentamente. "En un enorme y viejo olivar había un olivo que solo tenía una aceituna, madura y solitaria, que destacaba sobre las demás aceitunas verdes de otros árboles. Sin embargo, la aceituna tenía un profundo miedo: temía caer al suelo. Sabía que al caer comenzaría un viaje incierto y desconocido, que no sería fácil ni seguro. La aceituna temía al cambio, a lo que pasaría después de caer. Así que se aferró a su rama con todas sus fuerzas. Pasaron los días y la aceituna se mantuvo firmemente agarrada, negándose a caer. Las otras aceitunas verdes la miraban sorprendidas y temerosas, ya que sabían que tarde o temprano también ellas caerían. Un día, un suave viento recorrió el olivar susurrando entre las ramas. El viento, viejo amigo de los olivos, notó como la aceituna madura se resistía y decidió hablar con ella. "Aceituna", le susurró reconfortantemente, "tú eres fruto de la vida, naciste para viajar y cambiar. Caer no es el fin, sino el comienzo de algo nuevo. Has madurado y ahora es momento de seguir tu ciclo vital. ¿Por qué tienes miedo?" La aceituna respondió temblorosamente, "Tengo miedo de lo desconocido, del dolor, del cambio, de dejar este árbol que me ha protegido y al que quiero". El viento le contestó: "Entiendo tus miedos, pero no puedes evitarlo. Cambiar es inevitable y necesario. Solo cambiando puedes cumplir tu propósito y transformarte en algo mejor". Y con esas palabras el viento sopló más fuerte, liberando a la aceituna de su rama. Y mientras caía, la aceituna sorprendida sintió un gran alivio. Al tocar el suelo no encontró el fin que temía, sino el comienzo de una nueva aventura, una nueva etapa en su vida. Y así, la aceituna finalmente entendió que caer no es el fin, sino el comienzo de algo nuevo." Porque en la vida, al igual que las aceitunas, todos tenemos nuestro momento de caer, pero cada caída nos lleva a un nuevo comienzo, nos mejora, nos enseña - concluyó el anciano sonriendo al niño con unos dientes sorprendentemente blancos.
El niño no dijo nada intentando procesar el cuento, no sabía qué pensar.
- Gracias, me tengo que ir. Mis padres estarán preocupados, llevo mucho rato fuera.
- Adiós gorrión, aquí me tienes para lo que quieras- le dijo el viejo guiñándole un ojo.
Al llegar, su otro padre no mencionó las lágrimas en su rostro. Cenaron en silencio y Ángel subió a su habitación sabiendo que no dormiría bien, como ninguna noche desde que su padre enfermó. Al día siguiente, antes de salir de casa, se asomó al cuarto de su padre. Los médicos estaban allí, hablando con él y realizando procedimientos que él no comprendía. Su padre lo vio y lo llamó entre toses y sin apenas aliento: "Ángel... hijo mío, ven por favor, no me hagas esto, necesito darte un abrazo". El niño dio unos pasos vacilantes obedeciendo a su padre por la fuerza de la costumbre, pero no pudo soportarlo más. Se dio la vuelta rápidamente y salió corriendo, bajando las escaleras de su casa de dos en dos mientras gritaba sin parar "¡No, no no, no...!. Salió de casa y corrió sin parar perdiéndose de nuevo entre los campos, entre los olivos. Se sentía perdido en un mar de confusión y miedo, de impotencia, sumergido en una ola de angustia que lo envolvía constantemente, en algo demasiado grande para un niño tan pequeño. Recordó el rostro tembloroso de su padre, su voz frágil llamándolo, y un nudo se formó en su garganta. Cada vez que lo veía de esa manera su corazón se encogía, pensaba que se le iba a romper, y a veces casi lo deseaba, así acabaría toda esta pesadilla de una vez. Sentía una tristeza enorme y profunda, y un deseo tremendo de volver atrás en el tiempo, a esos días en los que su padre era un hombre fuerte y lleno de vida. En su deambular cada árbol parecía recordarle los momentos que compartió con su padre, como cuando le enseñó a montar en bici por esos caminos pedregosos, como se reía cuando se caía de la bici y le quitaba importancia, diciéndole "Venga, arriba, que aquí no ha pasado nada, no te quejes tanto y vamos a seguir, que si no no vas a aprender a montar nunca". ¡Oh Dios!, ¿dónde estaba ese hombre al que quería con todo su corazón y que ahora parecía tan cambiado, tan irreconocible?