El novio de mi hermana

Capítulo 4

Derek

Estar ahora intentando tranquilizar a Karen hacía que todo se sintiera surrealista. Primero una hermana, luego la otra. Claro que con Karen todo siempre se magnificaba. Y si lo pensaba bien, así había sido desde el principio. Cuando apenas había besado a Kristen, Karen apareció diciendo que estaba embarazada.

Recordaba ese momento todavía con vértigo. Tenía apenas dieciocho años, y aunque no la amaba, no fui capaz de dejarla sola con eso. Me pareció lo correcto quedarme. Hacerme cargo. Un par de meses después, Karen me dijo que había perdido al bebé. Lloramos los dos, o más bien, ella lloró mientras yo intentaba sostenerla, atrapado entre el miedo y la responsabilidad. Nadie supo nada. El secreto nos unió, pero también nos encerró.

Desde entonces, todo fue rutina. Un acuerdo tácito de aceptación y silencio. Estudiábamos en universidades distintas, y nos veíamos poco. No hubo pasión. No hubo amor. Solo ese “deber ser” que me fui tragando con los años, mientras evitaba cualquier posibilidad de volver a pasar por algo así. Me cuidé siempre. Religiosamente. Nunca más permitiría que algo semejante volviera a suceder. Si algún día otro hijo aparecía en mi vida, sería porque yo lo había buscado.

Ahora me encontraba aquí, diez años después, aún atrapado.

—Quiero que anunciemos que estamos comprometidos si deseas que te perdone por no apoyarme —exigió ella.

—No —respondí, sin adornos.

—¿Por qué?

—Por la razón tan simple de que no lo estamos.

—Y no entiendo por qué. Llevamos diez años, creo que ya es hora.

—No somos tan compatibles como para que eso suceda nunca.

—Todo esto es por Kristen, ¿verdad?

—No, es por nosotros —contesté, aunque su nombre había revoloteado en mi pecho como una avispa—. Por estas peleas constantes, por tus manías, tu superficialidad y esa espeluznante necesidad que tienes de controlarme todo el tiempo.

—Si fueras más considerado...

—Pues no lo soy y no cambiaré.

—Estoy segura de que si ella te lo pidiera, cambiarías.

—Y yo estoy seguro de que ella jamás me pediría que cambiara —dije con una voz más suave. No por ternura, sino por certeza.

El silencio que siguió fue denso. Asfixiante.

—Imagino que lo has pensado mucho para estar tan seguro.

—Ahí vas otra vez. ¿Por qué no puedes simplemente aceptar que estoy contigo y con ninguna otra?

—No me importan las otras. ¿Crees que no sé que estás haciendo esa especialidad en cirugía pediátrica para tener más cosas en común con ella? ¿Que te molestaste de que se fuera porque tenías la esperanza de trabajar a su lado? ¿Crees que me olvido de que hiciste de todo para conseguir cupo en su misma universidad cuando estudiábamos? ¡Te atreviste a decir delante de todos que estás al tanto de cuántas horas trabaja y en dónde, siendo que hace tres años que no la ves!

Y ahí estaba. Todo lo que intentaba ocultar bajo la alfombra. Lo que jamás confesaría. Que sí, había elegido esa especialidad porque era la que ella amaba. Que sí, dolió saber que se iría del país. Que sí, me había obsesionado con saber de ella aun desde lejos. No era amor en el sentido común. Era otra cosa. Algo que se había quedado congelado en el tiempo. Algo que nunca tuvo la oportunidad de ser, y por eso mismo, nunca murió.

—¿Si piensas todo eso, para qué sigues conmigo?

—Porque te amo. Y es obvio que más que tú a mí.

Y ahí vinieron las lágrimas. Las suyas. La escena que ya conocía de memoria. La que me obligaba a ser el malo si no decía lo correcto. Pero esta vez, ya no podía sostenerla más.

—No comiences con tus manipulaciones, sabes que no lo soporto.

—¿Me culpas de tu desamor? ¿Tú? ¿El que habla de no cambiar a los demás?

—Me exasperas.

—Por supuesto, siempre soy la culpable.

—¿Sabes? Realmente no te soporto. Me iré a correr y espero que cuando regrese se te haya pasado esto, porque si no, juntaré mis cosas y me iré.

Me fui sin mirar atrás. Sentía el corazón latiendo como si me gritara que ya no quedaba nada que salvar. Solo quedaba el recuerdo de una decisión que no fue amor, sino miedo. Y el deseo profundo, aunque silencioso, de que todo cambiara de una vez por todas. Pasé por mi cuarto a ponerme ropa cómoda y salí del hotel.

El primer kilómetro se sintió como siempre: el cuerpo protestando, la respiración buscando su ritmo, el mundo reduciéndose al contacto de mis zapatillas con la tierra. Pero esta vez, había algo más. Corría para soltar. Para no gritar.

El aire era fresco y el sol filtrado entre los árboles, pero yo apenas lo registraba. Todo estaba nublado por dentro.

Diez años. Una década con alguien que nunca elegí del todo. ¿Cuándo fue que empecé a vivir en modo automático? Ah, sí. Cuando Karen me dijo que estaba embarazada. Recuerdo la confusión, el vértigo, la sensación de que todo lo que era mío se disolvía. Y aún así, me quedé. ¿Qué otra cosa podía hacer? Me enseñaron a ser responsable. A no huir.

Pero ¿responsabilidad o culpa?

El embarazo. La pérdida. Su llanto. Mis silencios. El secreto que sellamos entre los dos. Una cadena invisible. Nadie lo supo, y ese hecho condicionó toda mi vida desde entonces.

La carrera. La especialidad. Las decisiones. Incluso mi manera de amar. O de no hacerlo.

Nunca estuve enamorado de Karen. Lo supe siempre. Lo supe incluso cuando acepté quedarme. Pero me convencí de que el amor podía construirse con tiempo, paciencia, compromiso. A veces lo creí. A veces... fingí muy bien.

Pero no era amor. Era miedo. Miedo a ser el que abandona. A cargar con la etiqueta de irresponsable. Miedo a destruirla después de tanto dolor. Miedo a verme como mi padre, que nunca se quedó para arreglar nada.

Y mientras tanto, Kristen.

Su nombre apareció con la fuerza de una exhalación largamente contenida. El recuerdo de sus rizos cayendo sobre sus hombros. Su risa baja. Sus silencios elocuentes. Lo poco que compartimos fue suficiente para que se quedara, intacta, en algún rincón de mí donde nadie más ha podido entrar.




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