Kristen
Me desperté sin saber por qué. Era una sensación extraña, como si algo me apretara el pecho, un desasosiego sordo. Miré el reloj: 3:19. Me senté en la cama, pasé las manos por mi rostro sin entender por qué estaba tan despabilada. Me levanté y me estaba colocando la bata cuando escuché pasos en el pasillo. Al abrir la puerta, me topé con Karen. Su expresión era como un reflejo de la mía.
—¿También te despertaste? —preguntó en voz baja. Era una sorpresa para mí que todavía mantuviéramos esa conexión a pesar de las barreras que se habían levantado entre nosotras en estos diez años.
Asentí. El pasillo estaba en semipenumbra, pero la tensión era palpable.
—¿Escuchaste algo?
—No. Solo… me sentí rara —respondió ella.
Nos quedamos allí, inmóviles por un momento, hasta que un grito agudo, ahogado por la distancia, rasgó el silencio. Era mamá. Corrimos por el pasillo hacia el hall de entrada y salimos al exterior.
En el jardín, mamá se sostenía del poste de una farola, como si sus piernas no pudieran cargarla. Gritaba el nombre de papá.
—¡Está en el banco! ¡No respira bien!
Entonces, Derek pasó corriendo junto a nosotras, él traía una copa de vino en su mano y la dejó caer al percatarse de la escena frente a sí.
—¡Llamen a emergencias! —gritó mientras se agachaba junto a papá—. ¡Ahora!
Karen corrió por su móvil. Yo me quedé quieta. Quieta, como una niña que presencia un desastre sin saber cómo actuar. Era médico, sí, pero en ese instante no era más que una hija que veía a su padre desplomado, con el rostro desfigurado por el dolor y la piel ceniza.
Mamá sollozaba, apretando mis hombros. Karen hablaba atropelladamente por teléfono. Derek pedía espacio, pues varios empleados del hotel se habían reunido en el lugar. Todo fue un torbellino, y cuando la ambulancia llegó, no recuerdo haberme movido. Solo supe que Derek se subió con él, que los paramédicos lo conectaban a máquinas, que mi padre no hablaba.
Karen fue la que me tomó del brazo y me obligó a reaccionar.
—Ya está —me dijo—. Ya lo llevan.
Pero yo solo podía pensar en el almuerzo. En las palabras. En los silencios. En mi terquedad. En el corazón de papá quebrándose bajo el peso del disgusto que le habíamos provocado. Y la culpa, era mi culpa, debería haberme quedado callada... Mi hermana me abrazó y me forzó a ingresar en el hotel.
Nos quedamos en la sala principal, las tres. Nadie dijo que debíamos quedarnos allí, pero fue donde nos detuvo el miedo. Mamá se sentó en el borde de un sofá, con las manos apretadas en su regazo. Karen caminaba de un lado al otro. Yo permanecía de pie, sin saber si sentarme, si hablar o si gritar. No había mucho para hacer, porque estando en medio del campo, no conseguiríamos taxi hasta el día siguiente. Los empleados nos dijeron que contábamos con ellos para lo que fuera y nos sugirieron descansar, pero se nos hacía difícil.
El reloj del salón marcaba cada minuto con una precisión insoportable.
—¿Derek no te escribió? —preguntó mamá, sin mirar a ninguna de nosotras.
Karen sacó el teléfono, yo lo había dejado en la habitación. Negó con la cabeza y lo dejo sobre la mesa, provocando un sonido que denotaba que había utilizado más fuerza de la necesaria. En realidad, era demasiado pronto para recibir ninguna noticia, quizá ni siquiera habrían llegado al hospital.
—Debería haber sido yo —murmuré.
Karen se detuvo en seco. Mamá alzó el rostro.
—¿Qué dices?
—Yo soy médica también, debería haber reaccionado.
—Lo importante es que alguien pudo actuar de la manera necesaria, no importa quien —intervino mamá, suave, con una voz que intentaba mantener la calma pero temblaba.
Karen bajó la vista.
—Si no hubiera sido por la discusión de hoy... si no lo hubiéramos agobiado tanto...
—No empieces —le pedí, con más dureza de la que pretendía, imaginando el melodrama victimista que estaba preparando, como si yo no tuviera suficiente con los remordimientos de mi propia conciencia.
—¡Pero es cierto! —replicó, su voz casi se quebraba.
—Chicas —intervino mamá—. Por favor...
Silencio. Karen se dejó caer en la butaca, las manos cubriéndose el rostro. Yo apreté los puños sobre las rodillas. Mamá se incorporó, caminó hacia nosotras, y se sentó entre ambas.
—Él sabía que algo no estaba bien. Lo sé porque esta tarde, —comenzó a relatar nuestra madre—, me habló del testamento. Me preguntó si yo creía que había sido un buen padre.
Karen alzó la vista, incrédula. Yo contuve la respiración.
—¿Y qué le respondiste? —logré preguntar.
—Que sí. Ninguno de nosotros es perfecto, al igual que yo hizo lo que creyó mejor. A veces con torpeza, a veces con distancia... pero nunca dejó de estar.
No supe si llorar o abrazarla. Quizás ambas cosas. Karen fue la primera en acercarse a mamá. Apoyó la cabeza en su hombro, temblando. Yo me acerqué poco después, sin palabras, solo dejándome caer junto a ellas, con el corazón hecho un ovillo. Por primera vez en mucho tiempo, las tres nos sosteníamos sin reproches. Solo miedo. Solo amor.
Nos quedamos unos momentos allí, sin decir nada.
— Iré un rato a mi cuarto, voy a bañarme y pondré a cargar el teléfono que ya casi no tiene batería.
— Creo que lo mejor es que las tres intentemos descansar — sugerí yo. — Tenemos algunas horas hasta que amanezca, y la recepcionista dijo que nos programaría un taxi para las ocho de la mañana.
— Cierto, es mejor que al menos lo intentemos — aceptó mamá y mi hermana fue la primera en perderse por el pasillo.
— Vamos — le dije y la acompañé hasta su habitación antes de ir a la mía.