Mira, me llamo Virtudes —sí, como la abuela de todo el mundo, pero con más agudeza—, tengo 46 años bien cumplidos, una talla 42 y llevo casada con Rodrigo desde que los políticos prometen lo que no cumplen (o sea, toda la vida).
Hay mañanas en las que una mujer se levanta con el presentimiento de que el universo va a arruinarle el día. Y luego están las mañanas como esta, en las que el universo no se molesta ni en insinuarlo: simplemente entra, se sienta en tu sofá, se sirve tu café y se ríe en tu cara.
Y todo empieza, por supuesto, con un beso.
—¿Ya te vas? —le pregunté, todavía envuelta en la bata de baño y en mi sospecha creciente.
Mi marido, Rodrigo, me besó en la frente como si fuera su tía abuela enferma. Ese fue el primer síntoma. El segundo, que olía a una colonia cara. No a la suya. ¿Tú sabes lo que es oler a “Obsession for Men” cuando en tu casa solo entra “Brut” del supermercado?
—Tengo una reunión temprano —dijo, ajustándose el nudo de la corbata como si fuera James Bond y no un contador que se emociona con las planillas de Excel.
—¿Y esa colonia? —pregunté, con el tono casual de quien pregunta por el clima antes de lanzar una tormenta.
—¿Cuál colonia?
Ah. El clásico. La técnica del espejo retrovisor: mirar hacia atrás y fingir decir cualquier cosa.
—Esa que llevas puesta. No es la que usamos para bodas, bautismos o cuando quieres convencerme de que el lavarropas no explota por tu culpa.
—¿Ah? Debe ser una muestra gratis que me dieron en la oficina. —Y ahí fue cuando supe que me estaba mintiendo. Rodrigo odia las muestras gratis.
Sonrió. Se fue. Y yo me quedé parada en la cocina, con una taza de café que ya sabía amargo antes de dar el primer sorbo.
La cosa es así: yo no soy celosa. En serio. Soy... observadora, analítica. Y sí, tal vez un poco paranoica, pero solo lo justo como para sobrevivir al matrimonio sin perder la dignidad ni el sentido del humor.
Rodrigo y yo llevamos ocho años casados, dos mudanzas, una hipoteca y ninguna planta viva. No porque no lo intentáramos, sino porque ni los cactus sobreviven a nuestra vida conyugal.
Y desde hace un par de días, Rodrigo está raro. No extraño, no distinto. Raro.
¿Y saben cuándo empezó todo? El día que lo conoció a Él.
Marlon Gandy. ¿Tú conoces a alguien normal que se llame Marlon Gandy? ¡Eso es nombre de stripper o de actor porno de moda!
Treinta y algo. Sonrisa encantadora. Cejas perfectas. Una de esas personas que parece que camina como la pantera rosa. Rodrigo lo presentó como “un colega”. Lo que puede significar cualquier cosa desde “me ayuda con la contabilidad” hasta “me hace un masaje tántrico con aceites esenciales y gemidos opcionales”.
Desde que Marlon Gandy apareció, Rodrigo sonríe más, se depila las cejas (¡Él! Que una vez me gritó por usar su crema para el pie de atleta), y ha empezado a hablar de cosas como meditación, balance energético y, lo más ofensivo de todo, ensaladas sin carne.
Total, que una noche me depilé hasta las ideas, me planto el pijama de tigresa (el de las ocasiones especiales), me hago la que tiene calor y me quito todo, pero él se duerme, así que cambio de planes y… ¡zas! Le robo el móvil. Y ahí estaba: «Marlon 💕»: «Marlon, hoy no puedo, mi mujer está insoportable». ¡INSOPORTABLE YO! ¡Si yo soy un amor de mujer, que hasta le plancho los calzoncillos con la forma del paquete para que esté cómodo!
Así que me fui al baño a vomitar el alma. No literalmente, eh, que yo controlo. Pero ganas no me faltaron.
Total, que ahora estoy en shock. Porque una cosa es que tu marido te deje por una rubia de 20 años con tetas de silicona y otra muy distinta es que te deje por un hombre que está más bueno que tú. ¡Eso ya es humillación nivel experto!
Y lo peor de todo: que me estoy empezando a caer bien el Marlon este.
Yo no digo todavía que mi marido tiene novio.
Lo mínimo que puedo hacer es averiguar, porque yo no soy de las que se quedan con el “¿y ahora qué?”
¿Tú qué harías, hija? Porque yo ya no sé si llorar, reírme o apuntarme al gimnasio ese donde va Marlon. ¡Ay, Dios, qué cruz!
Editado: 03.12.2025